El historiador Pablo Macera dice que el tamaño y la promesa de una historia cualquiera dependen siempre de nuestro propio tamaño. Esta observación perspicaz y que a mí me gusta repetir se aplica muy bien a la capacidad de amar, capacidad desigualmente distribuida y que debe ser fomentada sin intermisión para que se acreciente.
En la mayor parte de las personas, la capacidad de amar es, en el mejor de los casos, una semicapacidad, y en el peor de los casos, una capacidad insignificante, o sea pequeña y despreciable, lo cual no tiene por qué sorprender, ya que la mayoría de la gente se caracteriza por su insignificancia. Recuerdo a este propósito que José Ortega y Gasset decía, y sin pecar de extravagante, que el amor, contrariamente a lo que suponen los intonsos, es un hecho poco frecuente y un sentimiento privativo de algunas personas. Enamorarse, según Ortega y Gasset, es un talento maravilloso de unos cuantos seres humanos; como el don de hacer versos, como el espíritu de sacrificio, como la inspiración melódica. Muy pocos pueden ser amantes y muy pocos amados.
Con lo recién expuesto quiero denotar el hecho incontrovertible de que los seres humanos son, en su mayoría, indigentes. Y por indigencia no debe entenderse, naturalmente, en este caso, carencia de recursos económicos. A lo que yo me refiero es al ser humano carente de contenido, que no tiene intereses, ni inquietudes, ni valores, ni desarrollo.
El indigente no piensa, ni reflexiona, ni tampoco sabe lo que son los problemas teóricos. El indigente vive o sobrevive, pero no se pregunta ni se cuestiona, ni es capaz por supuesto de ensimismarse.
Estamos, pues, los que pensamos, rodeados de gente que no piensa. Tenemos, cuando nos relacionamos, la posibilidad de habérnoslas con la indigencia y los indigentes.
El amor no es desligable de la personalidad, es una funciónn de ésta, y debe ser practicado y acrecentado diariamente y siempre.
El amor depende del desarrollo integral de la persona; pero si ésta se ha desarrollado escasamente, entonces su amor será como su escaso desarrollo.
El comediógrafo latino Terencio decía: “Cuando no se puede lo que se quiere, hay que querer lo que se puede.” Siglos después repitió esta sentencia terenciana Leonardo y, posteriormente, y a su modo, Rousseau, cuando dijo: “El hombre verdaderamente libre sólo quiere lo que puede y hace lo que le conviene.”
Cuando de lo que se trata es del amor, lo antedicho es fraseable como sigue: Uno ama, no lo que quiere, sino lo que puede, y cuando puede, y como puede.