El intercambio de ideas permite reflexionar y tomar buenas decisiones. Por eso, abrimos este espacio semanal al que llamamos ‘Cara y sello’, en el que dos expertos con posturas distintas explicarán sus posiciones frente a frente.
Del progreso al caos, directo y sin escalas, por David Tuesta
“Una nueva ley que solo promueva la convergencia de los beneficios del sector llevará a la pérdida de mercados”.
En un nuevo episodio de esta “serie de terror” que vive el país, nuestros líderes políticos se decantaron esta vez por la solución facilista de derogar la Ley de Promoción Agraria, sin valorar suficientemente el daño que significa el rompimiento ‘ipso facto’ de las reglas de juego, que son, al final, las señales básicas con las que cuenta la inversión privada.
Así, se ha eliminado un conjunto de condiciones especiales que le permitían al sector agrario adaptarse al contexto particular de estacionalidad que caracteriza a la actividad agrícola, así como mitigar las condiciones estructurales de sobrecostos laborales que tiene el Perú, con el fin de equipararlas con las de aquellos países que compiten con el nuestro en el ámbito agroexportador. Esta perspectiva global es clave para entender la problemática, porque he visto que muchos de mis colegas hacen un análisis de “economía cerrada” cuando hablan de los beneficios tributarios y laborales que tenía la ley derogada.
El Perú es un país altamente informal. Contratar en la formalidad tiene un coste cercano al 70% del salario; uno de los más caros en Latinoamérica, de acuerdo con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Y no solo eso. De acuerdo con el ránking de mejores prácticas de contratación y despido del Foro Económico Mundial (WEF, por sus siglas en inglés), los países que compiten con el Perú en el sector agroexportador se ubican en las primeras 20 posiciones, mientras que el Perú está ubicado en el puesto 130. Una brecha enorme que nos debería hacer pensar en lo absurdo que resulta plantear una nueva legislación que nos lleve al régimen general tributario y laboral de forma inmediata; y más absurdo aun, a querer plantear nuevos regímenes con salarios mínimos irreales.
Evidentemente, esto no quiere decir que los beneficios laborales y tributarios especiales deban pervivir eternamente. Por lo tanto, se requieren dos acciones serias. La primera debe ir en el plano específico del sector agroexportador, en donde los beneficios tributarios y laborales que hoy le permiten competir en igualdad de condiciones con otras potencias sean reducidos de forma gradual de tal manera que vayan aproximándose, con el paso del tiempo, al régimen general, pero descartando los encarecimientos absurdos de los salarios del mercado, tal y como vienen promoviendo varios políticos con ideologías caducas y visiones miopes.
Pero la anterior sería solo una salida política, cortoplacista e incompleta, pues mientras los elevados costos de contratación y despido existan en el mercado laboral peruano, una nueva ley que solo promueva la convergencia de los beneficios del sector agroexportador llevará, sin duda, a la pérdida de mercados o a la suplantación de mano de obra encarecida artificialmente por una apuesta por la tecnología no complementaria, sino sustitutiva de la mano de obra.
La labor de redactar una ley razonable en el corto plazo que permita la adaptación gradual para evitar perder mercados frente a países que cuentan con menores costos a la formalidad es importante. Pero será labor del próximo gobierno plantear una reforma laboral que minimice las absurdas rigideces si no queremos ser testigos del fin de todo un milagro económico.
La formalidad es insuficiente, por Fernando J. Loayza
“La formalidad, hoy, no representa condiciones dignas para el trabajador agrario”.
Es preciso empezar reconociendo que el crecimiento exponencial del sector agroexportador no se ha reflejado en una mejora sustancial de los salarios y de las condiciones laborales de los trabajadores. Los mismos empresarios del sector han reconocido que hay mucho pendiente, aunque plantean que el problema no es la legislación, sino la informalidad.
Es evidente que esta es un problema y que en las empresas informales las condiciones laborales son aun más precarias. El tema es cómo enfrentarla. En el Perú, se ha argumentado hasta el cansancio que la única forma de formalizar es reduciendo impuestos, derechos laborales y regulación. Pero como muestra el sector agrícola, un régimen preferencial laboral y tributario no ha significado un avance sustantivo en la formalización. Mientras la Sunafil carezca de recursos para fiscalizar, la informalidad subsistirá. Y el Estado necesita ser más proactivo para ayudar a aquellos que necesitan mejorar su productividad para formalizarse. Pero no a través del simplismo de bajar impuestos y reducir derechos laborales (o no al menos como medida permanente), sino con asistencia técnica, acceso a capital y tecnología, y asesoría para entrar a nuevas cadenas productivas y mercados. Este apoyo estatal es aún más necesario cuando nos referimos al pequeño productor, que representa la enorme mayoría de la PEA agraria y que ha sido abandonado históricamente por el Estado. De hecho, la derogada Ley de Promoción Agraria hacía poco o nada para ayudar a la pequeña agricultura.
Hasta aquí, existe un amplio consenso. Pero el problema no acaba en la informalidad, porque la formalidad, hoy, no representa condiciones dignas para el trabajador, ni una equitativa distribución de los beneficios del ‘boom’ agroexportador. Mientras sea legal pagarles a los trabajadores un salario que no alcanza para mantener a una familia dignamente, la formalidad será insuficiente. Y ha quedado claro que no se puede esperar que las condiciones mejoren solas. Como bien ha señalado Fernando Cuadros, exviceministro de Trabajo, los sueldos promedio del sector solo han tenido un aumento relevante cuando el salario mínimo se incrementó. Cuando este no aumentaba, los sueldos reales se estancaban y hasta disminuían.
Por ello, los incrementos salariales son, justificadamente, el centro de atención. Pero también necesitamos pensar en una jubilación anticipada y digna para trabajadores que destrozan su cuerpo en el esfuerzo físico que implica el trabajo de campo. Necesitamos un régimen laboral que comprenda que el trabajo agrícola es estacionario, pero que no por eso debe abandonar a los trabajadores. Necesitamos hacer efectivo el derecho constitucional de los trabajadores a participar en las utilidades de las empresas y cambiar el régimen actual que permite tantas maniobras elusivas. Necesitamos una legislación que fortalezca los sindicatos y garantice la negociación colectiva por rama, para que la clase trabajadora pueda dialogar protegida por ley y se eviten los estallidos sociales que nadie desea.
Y necesitamos, sobre todo, reconocer que la situación actual, en la informalidad y la formalidad, debe corregirse. No podemos seguir pidiéndole a la clase trabajadora que espere para siempre por los beneficios de ese ‘boom’ económico que llena titulares, pero nunca sus bolsillos.