(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Alfredo Bullard

Imaginemos que se desata una competencia en el  por quién da la ley que genera mayor bienestar de la población. Kenji Fujimori propone la siguiente norma: “Al día siguiente de la publicación de esta ley todos los peruanos tendrán agua potable en su casa”. Pero los demás congresistas no se quieren quedar atrás. Marco Arana presenta un proyecto que decreta que “ningún peruano ganará menos de US$5.000 al mes”. Entonces el congresista Héctor Becerril presenta otro según el cual “ningún peruano vivirá menos de 80 años”. Pero Yonhy Lescano supera a todos y ofrece uno que dice que “a partir de la promulgación de esta ley, nadie morirá”.

Más allá de cierta exageración, los proyectos no se diferencian de muchas leyes existentes. Solemos creer, equivocadamente, que la ley crea los derechos. Ello es un error. Si bien se puede declarar en abstracto y de manera conceptual que alguien tiene un derecho, este no existe en los hechos hasta que sea viable concretarlo en la realidad. Todo derecho necesita de una base material.

Así, se requiere la capacidad y los recursos para crearlos. No es posible que todos los peruanos tengan agua potable si no contamos con los recursos para construir la infraestructura necesaria. Un ingreso mínimo de US$5.000 solo es posible si la economía produce lo suficiente. Y si bien la expectativa de vida va aumentando a pasos agigantados, ello no garantiza vivir 80 años ni conseguirá que Lescano se vuelva eterno.

Veamos un ejemplo más realista. Mis amigos laboralistas creen, equivocadamente, que la jornada laboral de 8 horas es un logro de la lucha de los trabajadores. Ello es una verdad a medias. El logro del movimiento obrero es un espejismo que genera la apariencia de que el derecho nace de la ley.

Sin duda se dieron leyes que reconocían (en abstracto) ese derecho. A pesar de ello, en muchas partes del mundo (incluido el Perú) este no se cumple. Una simple observación indica que en los países desarrollados la jornada de 8 horas se cumple con más frecuencia que en los subdesarrollados. Y que fueron los primeros los que antes consiguieron la jornada de 8 horas. Pero uno encuentra  similares en países de todo nivel de desarrollo. Los laboralistas dirán que esto es consecuencia de que el Estado en los países más pobres no dispone de suficientes recursos para hacer cumplir las normas. Ello también, en parte, es un error.

¿Cuánto trabajaba uno de nuestros antepasados en la era de las cavernas? De seguro mucho más que nosotros. Su actividad no cesaba nunca. Si no pasaba largas horas cazando y recolectando, protegiéndose de las fieras y amenazas de la naturaleza, no sobrevivía. Y su nivel de bienestar era realmente muy bajo.

Como dicen los economistas Nathan Rosenberg y L.E. Birdzell, hace solo un siglo, usando estándares actuales, el 90% de la población mundial se encontraba en lo que hoy llamaríamos “pobreza extrema”. En las cavernas la cifra era de 100%. Ello no se puede atribuir a la falta de derechos en las cavernas.

La explicación no es la falta de normas. En la prehistoria éramos tremendamente improductivos. No contábamos con máquinas, conocimientos ni tecnología, por lo que producir una ración de comida requería mucho más tiempo de trabajo del que nos toma hoy. Es el aumento de  (y no la ley) la que permite reducir la jornada de trabajo, pues hace que se necesite menos tiempo para hacer lo mismo. El espectacular aumento de la misma en las últimas décadas ya anuncia en países desarrollados jornadas de trabajo incluso más cortas. Si uno reduce su jornada por debajo de lo necesario para producir recursos para la subsistencia, simplemente no puede sobrevivir.

La ley crea el espejismo de que es ella la que nos da . Pero, en realidad, son las condiciones de desarrollo y los recursos disponibles los que realmente traen esos derechos. Por eso no es de extrañar que los niveles de cumplimento de la ley sean más altos en países desarrollados: la mayor productividad genera más recursos que permiten cumplir con el marco jurídico.

Creer que dando leyes conseguiremos más derechos es colocar la carreta delante de los bueyes. Nos condenamos a no avanzar. Estamos plagados de normas cuyo costo o condiciones de cumplimiento, dados la productividad y recursos existentes, se convierten en declaraciones tan poéticas como ofrecer la inmortalidad.