Desde su primer día como presidente, cuando nombró a una horda de prontuariados y radicales en el gabinete liderado por Guido Bellido, demostró su desprecio por la institucionalidad y su tendencia al autoritarismo. Esa misma actitud ya la había demostrado en campaña, cuando sin tapujos hablaba de desactivar el Tribunal Constitucional y la Defensoría del Pueblo, y también de disolver el Congreso.

Lo último lo quiso concretar esta semana, el miércoles 7 de diciembre del 2022, con un golpe que, lejos de encumbrarlo como uno de los dictadorzuelos latinoamericanos que admira y de protegerlo de las investigaciones por corrupción que siempre trató de obstruir, llevó a que el estado de derecho lo extirpase como a un terco carcinoma. Ahora está preso, tras una aventura criminal que duró lo que tomó que el Parlamento votase su vacancia por incapacidad moral.

Pero nuestro más reciente dictador no llegó a este punto por su cuenta. Llegó a la cúspide de su desprecio por la democracia apañado por sus aliados, por una izquierda que siempre elaboró coartadas para sus trapacerías, que lo defendió de todo lo que hizo asegurando que las investigaciones de la fiscalía y las críticas en su contra se explicaban porque “no aceptan que un campesino sea presidente”.

Llegó porque los ‘niños’ y congresistas como Sigrid Bazán y Guillermo Bermejo lo protegieron hasta que no pudieron más.

Llegó a este punto por personas como César Landa, el constitucionalista devenido picapleitos del tirano, que fraguó un adefesio leguleyo para que el Ejecutivo, contra la ley, diese por negada una cuestión de confianza que nunca se votó, y que encabezó la vergüenza internacional ante la Organización de Estados Americanos (OEA) con la activación de la Carta Democrática Interamericana.

Llegó a este punto gracias a la esmerada sobonería de Alejandro Salas, Félix Chero y Roberto Sánchez, que embarraron la función pública transformándola en un púlpito para defender, desprovistos de todo amor propio, vergüenza y patriotismo, a Castillo.

Llegó a este punto gracias a Aníbal Torres y Betssy Chávez, artífices del golpe, según ha relatado Fernando Vivas en una crónica. Personajes que, además, alimentaron con odio su matonería y que en buena cuenta se han inmolado por la peor causa posible.

Llegó a este punto por gente como Verónika Mendoza que, durante la campaña, hizo que el futuro dictador firmase un documento comprometiéndose a no hacer mucho de lo que hizo en los últimos 17 meses. En el camino, lejos de cuestionarlo, se quedaron callados cuando más importaba que, aunque sea, fingiesen interés por el estado de derecho. Lo apoyaron porque pusieron por encima de todo el sueño de opio de la asamblea constituyente.

Castillo también llegó a este punto gracias a la OEA y a su secretario general, Luis Almagro, que le siguieron el juego con la pantomímica activación de la Carta Democrática Interamericana y con la emisión de un informe infame donde repetían mucho de su discurso de victimización. El ente actuó más como una collera dirigida a proteger a los líderes de los países miembros y no al sistema democrático.

Al organismo internacional se suman líderes como Andrés Manuel López Obrador, el presidente de México, que hasta ahora le extiende las manos al delincuente.

En general, Castillo se sintió habilitado para perpetrar su golpe porque por meses sus aliados le hicieron creer que podía hacer lo que quería sin consecuencias. Porque, desde el comienzo, para ellos siempre valió más que la verdad el cuento del “hombre de pueblo que ascendió al poder para reivindicar a los olvidados”. Pero solo han sido cómplices del tirano y nunca debemos olvidar lo que, en nombre de una superioridad moral hechiza, le hicieron al país.