Ha sido una temporada atípica para Alberto Kenya Fujimori y para el centro penitenciario que se inauguró para él. Su imperio claustrofóbico, que antes de diciembre solo había compartido con Ollanta Humala –y apenas por nueve meses, hace años–, dejó de serlo súbitamente con el inquilino que se sumó el 8 de diciembre.

Ahora, cuatro meses después, escucha llegar en helicóptero a otro, este más conocido que aquel. Un viejo rival. Un hombre que construyó su carrera política enfrentándolo y que la sepultó emulando algunos de sus vicios. Un hombre que, como todos los internos del penal de , pasó de ocupar la oficina más preciada del Estado a encarnar el oprobio de un país que elige muy mal a sus líderes.

En otro espacio, José Pedro Terrones también escucha las hélices y también sabe quién ha llegado. Lo sabe porque, como él, fue presidente del Perú. Porque fundó Perú Posible, el partido al que perteneció por 12 años, como miembro de su comité en Cajamarca. Lo sabe porque se parece mucho al septuagenario al que el viento de los rotores ha dejado despeinado. Ambos, aunque en capacidades y circunstancias distintas, se enfrentaron a un Fujimori y anclaron sus campañas electorales en sus orígenes, en el color de su piel, en su presunto arraigo al “pueblo”. A los dos se les imputa haber vendido sus conciencias al mejor postor.

Alejandro Manrique ha salido esposado y encorvado del helicóptero. Lleva la chaqueta verde con la que dejó Estados Unidos y lo sostienen dos policías que lo escoltan y lo ayudan a caminar. Ante su nuevo hospedaje, exclusivo por la naturaleza de sus miembros, pero librado de los lujos y espíritus a los que está acostumbrado, piensa en sus nuevos vecinos.

Llega a la compañía de un dictador condenado por crímenes de lesa humanidad y de su más reciente aprendiz. Al primero le funcionó la maniobra de disolver el Congreso en 1992 y, desde allí, desplegó otras tantas que lo afianzarían en el poder hasta noviembre del 2000. Una historia que Toledo conoce muy bien. Al segundo, se le arrestó a poco de dejar Palacio de Gobierno rumbo a la embajada mexicana, apenas dos horas después de anunciar su golpe, cuando las Fuerzas Armadas se negaron a seguirlo.

“¿Cómo llegué a tener tan ingrata compañía?”, piensa Toledo. Él siempre había querido dar para más. Por mucho se las había arreglado, por lo menos, para que su historia se lea como una de éxito: la del lustrabotas que llegó a presidente, la del humilde ancashino que pasó a habitar los corrillos de la élite académica estadounidense en Stanford y Harvard.

Sin embargo, mientras entra al patrullero de luces rojas que lo llevará hasta su celda, repara en su derrota, en lo mucho que la narrativa hace tanto que se le salió de las manos. Va rumbo a su encierro como uno más de los expresidentes a los que la constructora brasileña Odebrecht asegura haber sobornado a cambio de concesiones. Como una triste sombra de lo que fue, como el chiste en el que se ha convertido: el del exmandatario borrachín que alguna vez fue a recibir un “premio Nobel a la India”.

El tiempo pasa y el proceso de internamiento demora. No obstante, los dos habitantes de Barbadillo aguaitan desde sus celdas y ven entrar cabizbajo al nuevo integrante del penal, lo ven escrutar sus nuevos alrededores, al acecho de señales de los otros expresidentes.

Poco después, una puerta se cierra y empieza la primera noche del tercer huésped de Barbadillo: el nuevo miembro del sobrepoblado club de los presidentes caídos en desgracia.

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