(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
Santiago Roncagliolo

En el mundo en que vivimos, la mujer sigue siendo usada como signo de poder. Una veinteañera o treintañera atractiva, más aún si es famosa, hace sentir fuerte a cualquier magnate o político. El mundo masculino percibe la potencia sexual como metáfora de la social. Por eso, estamos habituados a ver carcamales emparejados con jovencitas – y Melania o y Wendi–, pero casi nunca lo contrario.

Si llegas a ser político francés, el síndrome se agrava. El último presidente de ese país, , usaba a su servicio de seguridad para ponerle los cuernos a su pareja, célebre periodista, con una célebre actriz. El anterior mandatario, se emparejó nada menos que con . El que debía convertirse en su rival, Dominique Strauss-Kahn, no se contentó con su propia célebre periodista. Era un verdadero depredador sexual que acabó su carrera ahogado bajo un mar de denuncias por violación, acoso y proxenetismo.

Nada de eso afecta en lo más mínimo la capacidad de gestión de esos caballeros. Pero en una Francia sacudida por problemas económicos, violencia suburbana, y una sensible pérdida de importancia ante el mundo, se volvió difícil para el común de los mortales identificarse con una clase política sacada de “L.A. Confidential”. Las personas normales vivimos en una película diferente.

Por eso, hace poco más de un año, cuando el ‘outsider’ lanzó su movimiento político, también lanzó a su esposa Brigitte a conceder una entrevista exclusiva en “Paris Match”. La esposa tenía 24 años más que él. Su historia, lejos de un relato de conquista de trofeo, era un cuento de amor imposible con final feliz. Y quizá lo más importante: este candidato era capaz de mantener un matrimonio normal con una profesora de secundaria. O sea, como todo el mundo.

El ‘outsider’ ganó las elecciones por su capacidad de ofrecer un relato de sí mismo ilusionante y creíble en medio del naufragio de unas élites decadentes. Y a continuación, se ha dedicado a construir relatos equivalentes para Francia y para Europa.

En sus primeros dos meses al mando, hemos visto a Super Macron formar un gobierno prácticamente de concentración, arrasar en las elecciones parlamentarias, desmoronar a sus opositores, mantener el tipo frente a Donald Trump, proponer un presupuesto y un ejército europeos, y en suma, seducir a una Europa que llevaba una década, desde el inicio de la crisis financiera, sin creer en sí misma.

Para todo eso, ha interiorizado las lecciones de sus rivales. En primer lugar, que en épocas de cambios, el pasado es un lastre. Los viejos partidos se dividen y desangran mientras los nuevos –desde Podemos en España hasta la extrema derecha en Francia– conectan con trabajadores y desempleados, sobre todo jóvenes, que ya no han visto la Europa gloriosa de sus padres. En segundo lugar, que los problemas políticos se han vuelto demasiado complejos para ser encarnados en un discurso ideológico. Las personas necesitan confiar en sus líderes de manera personal. Los caudillos surgen en épocas confusas. En una hábil maniobra, Macron ha incorporado los trucos narrativos del populismo a la defensa del sistema.

En estos meses, de México a España, de Holanda a Italia, todo el mundo quiere ser Macron. Los políticos tradicionales necesitan devolver a la democracia liberal la misma ilusión que despiertan sus enemigos. Sin embargo, hasta el momento, lo único que ha hecho el presidente francés es contar una historia maravillosa. Todos queremos creerla, pero convertirla en un proyecto factible será más difícil que mantener un matrimonio feliz.