Cuando pensamos en cavernícola, se nos viene a la mente un sapiens, elemental, nómada y descalzo, burdo y barbón, de manos tan gruesas que apenas sería capaz de sostener una piedra y tallar en ella la punta de una lanza. Haría fuego y ese sería su hogar. Abrigaría sus noches de la incertidumbre, de los animales que amenazarían con quitar de su boca la presa o la vida del cuerpo, sin mayores pensamientos que el terror cuando acechaba el depredador; procuraría algo de calidez en las paredes rocosas que la naturaleza le brindaba. El hambre de carne, la sed de agua, serían su angustia primera y única. Sobreviviría sin dioses ni magia.
Solemos utilizar el estereotipo cavernícola despectivamente para llamar al que muestra similitud en los rasgos de aquel que vivió primero en la historia de la evolución, en lo que sin cuestionarnos llamamos prehistoria. Llamamos cavernícola a quien por ratos no se comporta como parte de la especie que construye civilizaciones verticales, que alcanza a hacer cada vez más suyo el universo y detecta, a través de potentes microscopios, nuevas bacterias.
Pero ese hombre de las cavernas tuvo, tiene, tendrá algo que el sapiens del siglo XXI no podrá superar: el arte. La belleza, desde sus gruesas manos. Él, el de la prehistoria, en armonía con sus entornos naturales, hizo nacer el trazo más precioso, talló las formas más sinuosas que se hayan visto; todo ello repetiría el hombre contemporáneo sin darse cuenta que lo hacía, quizás atávicamente, inherente a su memoria genética, pues las cuevas yacían oscuras, escondidas a los ojos de los hombres por miles de años. Estos hombres de las cavernas, hace cuarenta mil, treinta mil, veinte mil, quince mil años, sobre todo en tierras que luego se fundaron francesas y españolas, fueron los primeros maestros artistas. Aquí en América, no habitaba hombre ninguno.
Y dijo Picasso al adentrarse en la cueva de Altamira, el primer gran hallazgo en casi 140 años de descubrimientos: “Después de Altamira, todo parece decadente”. Y habríamos de ver el último gran hallazgo: Chauvet, paradójicamente, la más antigua de todas, fue la última en destaparse a los ojos del hombre de hoy, animada la cueva por toda una fauna que se volvió arte en las manos primorosas de los artistas del paleolítico. En todas esas cavernas, abruman distintas imágenes: manadas de caballos que relinchan, bisontes teñidos de rojo, toros, mamuts en movimiento, leones sin melena, leonas que rugen porque no están listas para ser apareadas y se defienden, osos enormes, hechiceros, peces, minotauros, venus talladas en el marfil, hermosas, protuberantes, contemporáneas y prehistóricas, figuras del caballo finamente logradas desde el colmillo del mamut, y flautas pentatónicas que nos revelan que ya gozaban de la música.
Y uno recibe el año. Celebra que llega otro. Se pregunta qué deparará el futuro. Yo solo me pregunto si podremos ser mejores personas que esos cavernícolas.