Cuando fui embajador del Perú en Francia, Iris Valverde, a la sazón nuestra cónsul, me presentó a uno de los peruanos más interesantes y enigmáticos que he conocido: Simeón de la Jara. Lo que me llamó la atención fue su condición de sacerdote ortodoxo. Una rareza entre nosotros. Había vivido en el Monte Athos, Grecia, para “estar más cerca de Dios”. Además, habla latín, y griego clásico y moderno. Yo pongo mucha atención cuando conozco a una persona que habla lenguas clásicas. Es culta, sensible al conocimiento y a las artes.
Tuvimos con Simeón largas conversaciones en la embajada, su departamento o calles de la Ciudad Luz, donde es un placer caminar conversando, descansando entre esquina y esquina. Estas caminatas ya las había tenido cuando era estudiante, con César Miró, quien me explicaba la arquitectura parisina y la historia de los museos, de los muchos museos que existen en París.
Una vez tuve una larga caminata desde la embajada hasta la Catedral de Notre Dame acompañando a Juan Ríos, dramaturgo excéntrico y genial. Me contó que estaba pensando hacer una obra de teatro para explicar por qué hay tanta maldad en el mundo. Ello –según Ríos– se debía a que el diablo le había dado un golpe de Estado a Dios, pues de estar Dios en el cielo, es decir, en el poder, no habría maldad. Juan nunca la escribió y desconozco la razón por qué no lo hizo.
Retornando a Simeón, un día le pregunté si los curas ortodoxos se casaban y me respondió que eran libres de hacerlo, cómo no. Rápidamente vino a mi memoria una experiencia que tuve en 1963 cuando mi padre era ministro de Educación de Fernando Belaunde y lo acompañé a Yarinacocha, hermoso lago de Pucallpa, Ucayali, para inaugurar unos colegios. Allí conocí a los pastores protestantes del Instituto Lingüístico de Verano. Estaban casados y tenían prole, mucha prole por la cantidad de “gringuitos” que veía correr en los jardines de sus colegios parroquiales. Era la prueba más concreta de que uno puede estar casado y servir a Dios, y lo más maravilloso es que las esposas de los pastores también servían a Dios.
El matrimonio es un sacramento, entonces tiene carácter sagrado. Es el compromiso de amor entre las parejas ante Dios, y bien ha dicho el Papa de que el matrimonio de los curas no es un dogma de fe. Puede ser materia de discusión, pues además, como ha quedado demostrado, en el caso de los ortodoxos y de algunas religiones cristianas se puede servir a Dios y a la familia. No hay incompatibilidad.
Supongo que en el futuro, por alguna reforma en la Iglesia Católica, se aceptará que los sacerdotes se casen, que las mujeres oficien la eucaristía y, como es lógico, que las monjas también se puedan casar, porque el matrimonio, el enamoramiento, no es la imposición del deseo de uno o de una sobre el otro. El matrimonio es una decisión simétrica y no arbitraria de la pareja, como sí sucedía en la Edad Media, época en que había muchos casamientos por conveniencia política. Dios sabe por qué hace las cosas y ha surgido un Papa como Francisco en un momento crucial.
Existen signos en la historia de la Iglesia que indican el cambio, nuevos vientos, pero sin perder su esencia, que es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Si en un futuro no muy lejano se producen cambios en la Iglesia, se deberá a la caridad.