A media mañana de un martes cualquiera, el señor Yang camina a paso lento por las calles de una ciudad al sur de China para tomar un tren. Pasea frente a rascacielos de oficinas, restaurantes, un colegio seguido de una comisaría y, al cabo de cinco cuadras de calma, lo asalta un pensamiento aterrador: hace 15 minutos no ve a nadie en la calle. No hay carros, no hay comensales, no hay niños, no hay policías, no hay ni perros. El señor Yang está solo.
Esta sensación –de película apocalíptica poco creativa– no sería nada extraña en una de las diversas ciudades fantasmas de China. Pero, a pesar del nombre, lo único que hay propio de otra dimensión en estas urbes es el nivel de deuda para financiarlas. Adelantándose a un eventual aumento de la demanda, autoridades locales promovieron inversiones gigantescas en desarrollo urbano, financiadas por bancos estatales y especulación. El problema es que el flujo de nuevos vecinos nunca llegó, y las empresas constructoras empiezan a incumplir con sus deudas. Si se puede imaginar usted lo que cuesta –financieramente– mantener una sola oficina vacía por un par de meses, imagínese lo que cuesta mantener por años media ciudad. La sobreinversión china –a veces con corrupción, privada y pública– también ha engendrado puentes, carreteras, trenes y empresas poco productivas que amenazan con ahogar a la segunda economía del mundo en una ruma de deuda, fábricas a medio construir y departamentos vacíos.
La deuda no es el único reto que enfrenta la economía china. Mientras el resto del mundo lucha contra la inflación (y va ganando), en el gigante asiático el problema es el opuesto: los precios vienen cayendo desde el año pasado. Esto encarece la deuda real (que ya es enorme), tumba el mercado inmobiliario y retrasa las decisiones de consumo. El golpe de los precios desacelera aún más la economía. El libro de texto diría que el gobierno debe estimular la demanda, pero el apetito por nueva inversión es pobre. La deuda está al tope. Además, Xi Jinping, el mandatario chino, intenta poner límites firmes sobre el déficit fiscal, con transferencias sociales limitadas. Aún es temprano para llamarlo deflación, pero si China entrase en ese círculo vicioso, salir le tomará años de dolor. Podría preguntarle a su vecino Japón.
Varios otros factores pesan hoy sobre la economía china. Su población se reduce y envejece. Los motores de crecimiento de las últimas décadas –migración urbana, réplica industrial con mano de obra barata e inversión semipública– se agotan en una economía más madura y de menores rendimientos. La confianza ha caído al ritmo de recientes actitudes hostiles del gobierno hacia el sector privado y el mal manejo del COVID-19. El desempleo juvenil se ha disparado (¿quién comprará los departamentos de la ciudad del señor Yang?), aunque la oficina nacional estadística lo intente ocultar. Y su situación geopolítica explica que las exportaciones e inversiones extranjeras vengan cayendo fuerte, mientras que sus socios foráneos intentan encontrar alternativas más predecibles y estratégicas al ubicuo ‘Made in China’.
La China de las últimas décadas, para ser claros, es posiblemente el caso de éxito económico más importante de la historia universal. Subestimarla sería un error. Al mismo tiempo, luego de crecer a tasas anuales promedio de 8,6% durante este siglo, las últimas proyecciones estiman que moderará su expansión a casi el 4% en los próximos años. Así, contrario al consenso prepandemia, es posible que ya nunca llegue a desplazar a la economía estadounidense como la economía más importante del mundo (bajas tasas de fertilidad y nula inmigración tienen buena parte de la responsabilidad aquí). Y también está el orgullo: a diferencia de casos como Japón, Corea del Sur o Irlanda, China no ha llegado aún a ser una de esas extraordinarias historias de evolución de un país pobre a uno rico. Por eso, su transformación final, lo saben ellos, está incompleta.
La pregunta más interesante en este debate es: ¿en qué medida fueron el tipo de políticas centralizadas –aquellas que pueden ejecutarse desde una oficina burocrática sin contrapesos, como dejar de reportar estadísticas, controlar los movimientos demográficos o construir por error media ciudad para el señor Yang– un catalizador de su despegue inicial y, a la vez, sobre todo, las semillas de una inevitable desaceleración? El secreto del crecimiento económico sostenido, aquel que de verdad transforma naciones, está en esa respuesta.