Desde hace varias décadas, la cultura –entendida como los principales valores y normas que definen una sociedad– ha ido posicionándose al centro del debate ciudadano. En inglés, utilizan la expresión ‘culture wars’ (guerras culturales) para describir aquellos escenarios en los cuales la economía ha cedido su lugar medular en las lides políticas en favor de confrontaciones que priorizan las creencias y los principios que deberían presidir una sociedad.
Es un fenómeno que ha ocurrido en ambas, izquierda y derecha, del espectro político. En el caso de los países desarrollados, se explica por el tránsito hacia los valores posmaterialistas, llamados así porque enfatizan la calidad de vida y las opciones personales. Las condiciones materiales ya han sido aseguradas en estas sociedades y se les otorga mayor peso a aspectos como las identidades, creencias, valores, tradiciones, entre otros. Cuestiones como los derechos sociales, las identidades de género, el respeto a la diversidad, las hibrideces, la legalización de drogas y las políticas migratorias ocupan un lugar prioritario en la competencia política. Son los temas que frecuentemente definen y enmarcan las elecciones.
La identidad de clase ocupa ahora un puesto secundario. Así se explica la facilidad con la que un multimillonario como Donald Trump pudo transformarse en defensor de una clase media baja con niveles relativamente bajos de educación (aunque blanca). No es que la arenga económica desaparezca, sino que es reinterpretada; por ejemplo, en el caso de Trump, como parte de un discurso reivindicativo de los valores tradicionales estadounidenses (‘made in USA’). El conflicto cultural, sin embargo, también es crecientemente esgrimido por los populistas latinoamericanos. Explica la plataforma ultraconservadora de Jair Bolsonaro, que logró –en su momento– agrupar a una multitud harta de la izquierda brasileña y su discurso de cambio.
Estas reflexiones me llevan al caso de las estrategias del partido de gobierno y cómo ha ido desplazando su discurso clasista hacia lo que Samuel Huntington llamaría un “choque de civilizaciones”. El plan de gobierno de Perú Libre (febrero del 2020) se centra en una propuesta sueltamente marxista-leninista, en la cual se hace hincapié en las transformaciones económicas y el preponderante papel del Estado en el proceso. De las setenta y tantas páginas del documento, hay solo una dedicada a “la cultura y el turismo”, en la que se limita a enfatizar la importancia de enseñar y mostrar nuestra “cultura”, así de indefinido. Solo hay dos menciones a lenguas originarias, nada sobre etnias ni del quechua o aimara. No hay propuestas sobre cómo asegurar que las lenguas se mantengan vigentes. Hay, eso sí, un discurso en contra del imperialismo, que se traduce en una crítica a la cultura hegemónica en los medios y la necesidad de cambiarlo por otros valores. Aun así, un tema central bajo esta perspectiva, como es la descolonización, apenas es mencionada dos veces como sujeto y una vez como predicado.
Desde el discurso inaugural del presidente Castillo, no obstante, una de las estrategias favoritas para llegar al público ha sido hacer hincapié en las diferencias culturales, casi siempre en forma maniquea (cultura occidental versus originaria, por ejemplo). El primer ministro Guido Bellido ha sobresalido en esta guerra cultural, con frecuencia expresándose en quechua –al cual tiene todo derecho–, pero sin traductor, dejando a más del 80% de los peruanos y peruanas sin entenderlo (incluyendo al mismo presidente). Cuando se critica esta actitud, inmediatamente surgen las voces clamando ‘vendetta’ por los casi cinco siglos de exclusión.
La estrategia política es clara: hacer hincapié en el conflicto entre la Lima costeña y el resto del país originario, un discurso esencialista que logra muchos más adeptos que el plan económico socialista. Bajo esta sombrilla de reivindicación cultural se justifica mucho y se permite demasiado, incluyendo nombramientos de dudosa experticia e idoneidad.
Esto no significa que la prioridad para Perú Libre haya dejado de ser su plan económico; en las palabras de sus líderes, este se mantiene incólume. Lo cultural parece, más bien, un ‘bluf’ porque no está acompañado de una propuesta seria e intercultural. Así es pues, de nuevo, la verdadera y realista construcción de un país de todas las sangres ha quedado relegado a un discurso vacuo y efectista.
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