En Lima, a varios alcaldes les ha asaltado la obsesión por que sus distritos cuenten con vías exclusivas para bicicletas. Es una suerte de fetiche edilicio. Antes fueron los serenazgos, luego las veredas con adoquines rojos, y después la desordenada arborización de calles. Ahora son las ciclovías. Están de moda, son baratas y cada día son más populares. Listo, tres pájaros de un tiro.
La idea en sí misma no es mala, ¡claro que no! Sería absurdo, como lo sería rechazar mayor seguridad (serenazgos) o mejorar el ornato (adoquines). Lo que se cuestiona es la forma en que se implementa una ciclovía en medio de la violenta jungla que son la mayoría de calles limeñas.
Faltó avisar a los alcaldes que una ciclovía no consiste en pintar la mitad de las veredas de un color determinado, reduciendo el espacio para los que optan por caminar; tampoco acortar los carriles para los automóviles. El resultado de este facilismo salta a la vista, a la ya hostil congestión vehicular se suma otra en paralelo: la de los que van a pie temerosos de acabar arrollados por un ciclista si se desvían medio metro.
Los problemas siguen, pues también está la falta de rutas conectadas. La persona que decide salir “en bici” avanza unas cuadras y la ruta desaparece. El ciclista urbano deberá atravesar un puente a desnivel por donde combis y autos hacen de las suyas (el cruce de las avenidas Arequipa y Javier Prado, por ejemplo), o ingeniarse una nueva ruta, ya no más por la ciclovía diferenciada. De ello deducimos otro inconveniente: no hay un circuito urbano para bicicletas, salvo tramos truncos distribuidos casi al azar o en el orden de ocurrencias de una u otra gestión distrital.
La otra modalidad para dar espacio a los ciclistas es estrechar al máximo los carriles de los autos. Si consideramos que la ciudad está siendo invadida por las grandes camionetas y que las combis aún siguen haciendo de las suyas, es probable que alguna invada el nuevo carril para los vehículos ligeros.
A estos problemas particulares se suman los ya generalizados: la falta de seguridad y la casi inexistente educación vial, tanto de conductores como de peatones. La idea de Lima como una jungla: los conductores que no respetan la luz roja de los semáforos ni la velocidad permitida ni la exclusividad de los nuevos carriles ni los lugares para detenerse ni el uso de luces direccionales. Los peatones ignoran el crucero peatonal, confunden la luz verde con la roja y cruzan o buscan ganar tiempo a los pocos segundos de la luz ámbar. Pero todo esto no es de extrañar. La implementación de ciclovías en Lima no ha sido ajena a los problemas de las gestiones municipales (falta de continuidad, trabajo en conjunto, verdadera planificación) ni de los vecinos limeños (su conducta vial). Todo lo contrario, nos señala las tareas que tenemos pendientes.
También nos da lecciones. Muchas de las ciudades que cuentan con un sistema exitoso y amigable para bicicletas solucionaron primero los inconvenientes ya señalados y que aquí solo se esquivan, parecen eternos. ¿Y si nos centramos primero en resolver lo que aún tenemos pendiente?