El informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha suscitado muchas reacciones, principalmente por el lenguaje utilizado al describir la crisis después del fallido golpe de Estado. Quizás no guste, pero dice cuestiones que no son sorpresivas: existe desigualdad, discriminación étnico-racial, un marcado centralismo, conflictos socioambientales, que hubo excesos por parte de las fuerzas del orden, entre otras. Con solo revisar estudios y sondeos recientes, podemos constatar que así es y que la mayoría comparte esta mirada.
Las fuerzas conservadoras y derechistas, no obstante, han reaccionado con el típico negacionismo encubridor al que nos tienen acostumbrados. Solo basta con ver cómo en los últimos 20 años han atacado el trabajo de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. El comunicado de Fuerza Popular es un ejemplo clarísimo. Una actitud que se evidencia cuando prácticamente establece que las Fuerzas Armadas y policiales son intocables a pesar de las evidencias de abusos. En ningún momento llama a una investigación de los casos. Hacerlo, al parecer, es un atentado contra la soberanía nacional.
Por muchos años, dicté un curso sobre nuestro país llamado “Problemática nacional”. Desde un inicio les advertía a los estudiantes que prácticamente todo análisis de la realidad tiene un tinte ideológico. Es muy difícil que una interpretación no esté influenciada por las creencias, valores y paradigmas de quienes la exponen. Por el contrario, el señalar vehementemente que solo hay una forma correcta de ver el mundo es una posición típica de fundamentalistas o extremistas.
¿Sobre qué, entonces, podemos ponernos de acuerdo? Un buen inicio es identificando problemas. Podemos acordar, por ejemplo, que la pobreza, la desigualdad, la informalidad, la violencia de género y otros asuntos son problemáticas que deben ser enfrentadas. El informe de la CIDH no es vinculante, sino más bien una oportunidad para que reflexionemos y reaccionemos ante alguno de los problemas reales expuestos. Se puede criticar cómo estos se adjetivan, pero ello no los obvia ni desaparece. Reconociéndolos podemos pasar a una segunda etapa, ya más compleja, de diseñar soluciones y, para ello, resulta esencial la capacidad de diálogo y el arribo a consensos.
En tal sentido, quería hacer referencia a uno de los términos utilizados en el informe que ha levantado voces de protesta: el extractivismo. Este término es utilizado para caracterizar economías dependientes de las industrias extractivas, especialmente por las inversiones, exportaciones y como fuente tributaria, lo que se traduce en políticas favorables al desarrollo de este sector. A pesar de que solo es utilizado dos veces para caracterizar a nuestra economía, han sido muchos los que la rechazan y critican porque pone en duda el modelo económico. Se ha dicho, por ejemplo, que es falso porque la minería solo representa el 14% del PBI.
Estoy seguro, sin embargo, de que un buen número de los que rechazan el término ‘extractivista’ están de acuerdo con el lema “Perú, país minero”. Una campaña que nos informa –especialmente cuando hay conflictos socioambientales– que la minería e hidrocarburos representan entre el 65% y el 70% de las exportaciones, son el principal contribuyente, generan la mayor transferencia de recursos a regiones, invierten en las localidades, entre otras bondades. Es decir, el mensaje es que dependemos mucho de las industrias extractivas y que debemos defenderlas.
Para entender esta polémica, primero debemos identificar el problema y no solo su adjetivación. Es muy difícil desarrollarnos económicamente si seguimos siendo exportadores primarios. Necesitamos generar mayor valor agregado a los bienes producidos y exportados. En esto están de acuerdo la mayoría de los analistas, sean de derecha o de izquierda. Esa no es la gran discusión ideológico-política, sino más bien si el actual modelo es capaz de reducir nuestra dependencia del sector extractivo. Por ejemplo, Jaime de Althaus opina que sí (2007), mientras que Jürgen Schuldt sostiene que no (2012).
Cada cinco años nos hacemos esa misma pregunta. ¿Es bueno el modelo? ¿Lo cambiamos? ¿Cuánto? Y en cada elección hay promesas de modificaciones: economía con rostro humano, cambio responsable, hojas de ruta, no más pobres en un país rico… Pero como no tenemos voluntad de diálogo para plantear los cambios necesarios, seguimos avivando el fuego para la olla de presión en la que se ha convertido nuestro país.