Desde hace algunos meses leo textos de divulgación científica. No es un tema al que usualmente dedique toda mi atención, pero la lucha contra el COVID-19 me ha obligado, como a muchos, a estar informada sobre los avances de la ciencia en esa materia.
Debido a la ampliación de mi espectro de lecturas, hace algunos días aprendí sobre sobre los filopodios. Delgados haces de proteína de menos de un micrón de ancho, muy difíciles de detectar, que cuelgan de la superficie de una célula, sondeando su entorno de la misma manera como “caminamos a tientas por una habitación oscura”. Los filopodios ayudan a la célula a explorar y a comunicarse con sus vecinos. Pero recientemente, un equipo de investigadores de imágenes de células infectadas con el COVID-19 notó un extraño comportamiento en esta suerte de miniconector celular. Vistos a través de un microscopio electrónico, los filopodios lucían como los tubérculos en crecimiento de una papa vieja con pequeños “brotes” ramificándose hacia sus puntas. Las que con la finalidad de viajar a las células cercanas e infectarlas, habían sido tomadas por asalto por el COVID-19. El descubrimiento de estos “filopodios inusuales” fue, según Nevan Krogan, biólogo de la Universidad de California-San Francisco, una mera casualidad. Su equipo había estado investigando sobre medicamentos que pudieran obstaculizar la capacidad del virus para replicarse y lo que descubrieron fue una de las múltiples tácticas de un enemigo, aún desconocido, contra el cual queda ensayar la contención en una fase crucial de su eficiente multiplicación.
A pesar de su antiintelectualismo, analizado en el trabajo pionero de Richard Hofstadter, y de tener un presidente que hace poco declaró que el pedazo de muro que ordenó construir evitaba que el COVID-19 de México entrara a su país, los Estados Unidos, en especial sus universidades, dedican grandes sumas de dinero a la investigación científica. Sin olvidar, además, que existe un cirujano general que asesora permanentemente al jefe del Estado norteamericano. No es nuestro caso aunque un modelo parecido se intentó tiempo atrás. Hace algunos años utilicé el término “patria científica” para identificar la teoría y práctica de un grupo de científicos peruanos encabezados por el médico epidemiólogo Hipólito Unanue, quien solicitó para él y sus pares un espacio en el diseño de la joven república.
En el archivo personal de José Gregorio Paredes, discípulo de Unanue y diseñador de nuestro escudo nacional, descubrí que el también matemático y astrónomo viajó a Santiago de Chile para colaborar en la construcción de un anfiteatro anatómico. Un modelo científico que los fernandinos implementaron en Lima con el apoyo de la autoridad virreinal. Ciertamente, el Perú vivió una etapa innovadora entre colonia y república, cuando se exportaba conocimiento a la región. La politización de la Sociedad Patriótica de Lima, por parte de Bernardo Monteagudo, junto al permanente estado de guerra civil que sobrevino después de la partida de Simón Bolívar, disoció a la ciencia de la construcción estatal, aunque existen notables excepciones en el siglo XIX. Pienso en Mariano Eduardo de Rivero, científico, ingeniero de minas, geólogo, naturalista, químico, anticuario e incluso, para algunos, precursor de nuestra arqueología y pionero de los estudios de ciencias naturales en la región.
El caso del sabio italiano, nacionalizado peruano, Antonio Raimondi, va en similar dirección. Organizador del Museo de Historia Natural y fundador de la facultad de Medicina en San Marcos, Raimondi, además, estuvo a cargo de esa extraordinaria colección de libros sobre la flora, fauna y geología nacional denominada “El Perú”, financiada íntegramente por el Gobierno de Manuel Pardo.
En el siglo XX la disociación entre la ciencia y Estado continuó, dejando poco espacio para imaginar al Perú como comunidad del conocimiento aplicado al bienestar general. En una sociedad donde la profesión elegida por los jóvenes urbanos fue el derecho, sorprende encontrar un científico de la talla del ancashino Santiago Antúnez de Mayolo. Ingeniero, físico y matemático, este guadalupano, que aprendió a leer en la escuela municipal de Aija y fue catedrático en San Marcos, perfeccionó sus estudios de ingeniería en la prestigiosa Universidad de Columbia. Con un bagaje científico, acumulado a lo largo de los años, Antúnez proyectó megaplanes para la irrigación de la costa peruana. Eso sin descuidar sus estudios sobre la luz, la materia y la gravitación, intuyendo, además, la existencia de un neutrón. Por siempre asociado a la concepción de la hidroeléctrica del Cañón del Pato, es poco lo que sabemos sobre su contribución a la teoría electromagnética de la luz y a la teoría cuántica, entre muchísimas investigaciones más. Ante todo fue un constructor, un hacedor y no un destructor.
“Algo se nos viene encima y no estamos haciendo nada”, auguró hace algunos años Bruno Latour, estudioso de la ciencia a quien probablemente le hubiera gustado conocer al sabio Antúnez de Mayolo. Ahora que la catástrofe finalmente llegó a nuestras puertas, se hace urgente revisar nuestro legado científico e invertir en ciencia y salud pública para que la próxima plaga no nos agarre haciendo cola fuera de un desvencijado hospital para luego morir en el umbral.