“Se sabe que hay cientos de avivados que se dijeron 'yo me vacuno; que los demás arreen y, si pueden, consigan oxígeno y cama UCI; si no, piña'”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“Se sabe que hay cientos de avivados que se dijeron 'yo me vacuno; que los demás arreen y, si pueden, consigan oxígeno y cama UCI; si no, piña'”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza

El 8 de diciembre del 2020, en Inglaterra, , de 91 años, se convirtió en la primera persona en el mundo en ser vacunada. La reina Isabel II (94) y el Príncipe Felipe (99) se vacunaron un mes después, un millón y medio de sus compatriotas.

El presidente de Chile, Sebastián Piñera, se vacunó , cuando su Gobierno ya había cumplido con un millón de chilenos.

En Argentina, el presidente lo hizo cuando su país se acercaba a los 300.000 vacunados. Y aquí, el presidente Francisco Sagasti (76) la noche del día en el que empezó la vacunación en todo el país.

Todos los jefes de Estado, cada uno a su modo, han buscado lograr una combinación entre, por un lado, priorizar a los que se encuentran en mayor riesgo y, por el otro, mandar un mensaje personal a los que le temen a las vacunas.

Casi todos, porque ya se había vacunado, calladito, . Como siempre hace cada vez que lo descubren, mintió, mintió y mintió. Y, después, hasta pidiendo perdón, siguió mintiendo.

Soy una de las muchas personas que, habiéndolo conocido, tenía una buena opinión sobre él. Pero me empezó a decepcionar al inicio de su gobierno, cuando nombró como presidente del Consejo de Ministros a César Villanueva, el principal promotor de la vacancia de Pedro Pablo Kuczynski, su jefe. A esto, se sumó el hecho de que con Keiko Fujimori, a quien le aseguró que asumiría la presidencia. Luego, está el sórdido escándalo de en el Estado y, después, la corrupción . Todas estas fueron evidencias que revelaban que Vizcarra no era quien parecía ser. Luego, supimos que nos dejó a los peruanos sin ninguna vacuna comprada, pese a haber jurado que las habían, y por millones.

Ya vacado, para llegar al Congreso al más artero enemigo del Gobierno del que formó parte para, con poder, protegerse de los varios espectros que deben de turbar sus noches.

Pero Martín Vizcarra calculó mal. No se puede engañar a todos todo el tiempo y el ya crujiente andamio de mentiras sobre el que se sostenía se desplomó cual puente de Castañeda durante el Niño costero.

El daño que le hace a la moral de su patria un presidente que, para protegerse, huye del peligro dejando a sus gobernados para que lo enfrenten es incalculable. ‘Me salvo yo, vean ustedes cómo se las arreglan, pero mis intereses personales están primero’, parece ser un lema común, ya no solo de dos, sino de hasta tres presidentes en nuestros 200 años de vida republicana.

es un caso especialmente chocante. Me parecía que ella contaba con una virtud escasa en la política: la de decir la verdad por más dolorosa que sea. Ahora sé que lo hacía cuando aludía a la vida de los otros porque, cuando le concernía a ella, se vacunaba para no decirla.

Mazzetti debió renunciar –o Sagasti pedírselo– cuando se conoció que el gobierno anterior nos había dejado sin vacunas para la plebe. Habiendo sido ella la responsable de aprobar los contratos y de habernos dicho que las vacunas sí llegarían, a tiempo y en cantidades suficientes, debió asumir su responsabilidad política por ella –como ministra– y por Vizcarra, que al momento del engaño era irresponsable políticamente.

Ahora, , en la que se justifica por lo difícil y sacrificado que es gobernar y por cómo esto la indujo al error, es inaceptable. Nadie es indispensable. Lo prueba de esto último es que 48 horas después las dos ministras vacunadas ya habían sido muy bien reemplazadas. Más bien, hay que tener coraje para dejar el poder aun cuando te piden que te quedes, como ocurrió con ella.

Pero Vizcarra, Mazzetti y no estuvieron solos. Se sabe que que se dijeron “yo me vacuno; que los demás arreen y, si pueden, consigan oxígeno y cama UCI; si no, piña”.

La crisis de ‘las vacunas VIP’ no ha terminado y seguirá dominando la vida nacional durante varios días. Muy probablemente vendrán acusaciones constitucionales –quizás penales– y, por supuesto, efectos electorales que harán más imprevisibles las ya imprevisibles elecciones generales.

Pero creo que lo más grave de todo esto es el sabor amargo que nos deja; uno que destroza nuestra ya marchita confianza en el funcionario público, en aquel que, debiendo servir a la gente, se engolosina con los privilegios del poder.

Pero hay a qué aferrarnos. En el Perú, sí tenemos servidores públicos de verdad y, en esta pandemia, cientos de miles de trabajadores del Estado han perseverado en su misión, muchas veces trabajando bajo pésimas condiciones y, en no pocas ocasiones, al costo de sus propias vidas. En ellos debemos encontrar las semillas para un país digno y reconciliado. A los otros, que la historia los desprecie.


(*) El título está inspirado en de Andrés Edery, publicada ayer en El Comercio.

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