El diagnóstico no puede ser más desalentador: candidaturas que se negocian con organizaciones “vientres de alquiler”, agrupaciones que no logran mantener la inscripción por más de una elección, partidos “nacionales” incapaces de presentar listas en siquiera la mitad de jurisdicciones, penetración de la corrupción y del crimen en administraciones subnacionales. Ad portas de un nuevo proceso electoral, es evidente el colapso del entramado institucional que rige la representación política y la gestión del territorio.
Después de la caída del fujimorismo, se aplicaron reformas políticas que han influido directamente en este colapso institucional. La ley de partidos políticos, el diseño de la descentralización política y el establecimiento de instancias participativas crearon una estructura legal permisiva, sin control ni mecanismos de rendición de cuentas y propensa a la sacada de vuelta informal.
La tecnocracia reformista –magníficamente asesorada por la cooperación internacional– ideó las instituciones que hoy sufrimos partiendo de supuestos errados y sesgados voluntaristamente. Debido a algún tipo de disonancia cognitiva, creyeron que los partidos del siglo XXI tendrían militantes disciplinados en comités, que los movimientos regionales serían élites mesocráticas provinciales, que la sociedad civil sería el contrapeso autónomo al poder político. Nada más alejado de la realidad.
Nuestra sociedad profundizó su informalización en un contexto de crisis del modelo partidario tradicional, lo cual ha tenido consecuencias en el comportamiento político. El ciudadano informal no se organiza en redes estables. Por lo tanto, los partidos son adversos a enraizarse en comités representativos, las agrupaciones regionales tienden a ser efímeras y las organizaciones sociales intermedias son la excepción. Inclusive el clientelismo fracasa como estrategia efectiva para asegurar votos leales porque no existe maquinaria alguna que los garantice. Así, en el Perú las posibilidades de un partido obrero como el PT brasileño y de una maquinaria clientelar duradera como la UDI chilena son mínimas.
Sin embargo, la tecnocracia reformista es contumaz. Exagerando el poder de los incentivos institucionales, insiste en sus manuales desempolvados y en la inspiración de la coyuntura. De estas lúcidas mentes surgen propuestas tan atrevidas como contraproducentes: la prohibición de la reelección regional y municipal, la creación de distritos electorales en el extranjero, la eliminación del voto preferencial para el Congreso, el incremento de escaños parlamentarios sin previa reingeniería jurisdiccional y cualquier otra idea loca producto del humor mañanero sazonado por las noticias.
El colapso institucional que presenciamos es, en gran parte, responsabilidad de esta tecnocracia, la misma que insiste en profundizar más la crisis. Aunque suene paradójico, ante la incompetencia demostrada, la mejor salida es dejar las cosas tal y como están. No existen las condiciones para una reforma política integral –Ejecutivo con voluntad política, comisión de Constitución responsable, ONG con especialistas que trasciendan el tuiteo espontáneo, cooperación internacional con brújula política–; es más prudente concentrarse en un sistema de fiscalización, supervisión y sanciones con rectoría del Ejecutivo. Si la inquietud es irresistible para los reformistas, que empiecen por el mea culpa analítico sobre sus engendros (ley de partidos, descentralización sin partidos, “participacionitis”) que temerariamente alentaron hasta su fracaso.