El destape de las reuniones secretas del presidente en la casa de Sarratea, así como las visitas de Karelim López a distintas oficinas del gobierno, las gestiones del exsecretario de Palacio Bruno Pacheco y los indebidos nombramientos sobre los que Pedro Castillo no puede responder son una muestra de cómo el acceso al poder genera contratos irregulares y privilegios. Aunque el presidente de todos los peruanos no lo entienda. Y después nos preguntamos por qué los peruanos no confían en el Estado, en los empresarios ni en los otros peruanos.
La corrupción en el Perú es endémica, está en todos los niveles de gobierno y la enfrentamos en todas las actividades que realizamos, como ciudadanos o como empresarios. Al tramitar licencias o permisos, en el reclamo de nuestros derechos y en la búsqueda de la solución de conflictos. Esto ocurre porque aún mantenemos instituciones que otorgan privilegios a unos cuantos, a aquellos que pueden comprar al poder de turno, perjudicando a todos los demás ciudadanos y a la sociedad. Por eso, la transparencia en la cosa pública es tan importante. Y aquí el rol de la prensa para arrojar luz allí donde los gobernantes quieren oscuridad es crucial, pero insuficiente. Para luchar contra la corrupción, necesitamos ciudadanos y empresarios comprometidos.
La corrupción se refleja en la asignación ineficaz del gasto público, la generación de costos de transacción adicionales para el privado (coimas). Esto desalienta la inversión, genera incertidumbre e inestabilidad y afecta negativamente la productividad. La corrupción es un impuesto a la inversión.
La percepción de corrupción en el Perú ha debilitado seriamente la confianza de los ciudadanos en el Estado, los políticos y los empresarios. De cada 100 empresarios, 71 son percibidos como corruptos. Como consecuencia, los ciudadanos operan de espaldas a un Estado que no responde a sus necesidades, a políticos que no los representan y a un sector empresarial en el que no confían, aunque trabajen en sus empresas.
Como la corrupción es sistémica, la probabilidad de detección y sanción es baja. Un ejemplo es el Caso Lava Jato, que, luego de más de cinco años de descubierto, sigue sin dar resultados. Esta falta de detección/sanción es un incentivo perverso que alimenta la corrupción. Si bien los modelos de prevención buscan generar una cultura corporativa que priorice la ética y los valores al momento de hacer negocios, recordemos que las empresas del ‘club de la construcción’ habían implementado modelos de prevención. Esto demuestra que, cuando la corrupción es parte del modelo de negocio, los modelos de prevención no sirven.
La décimo quinta Encuesta Global sobre Integridad en los Negocios encontró que el 82% de los encuestados en el Perú señaló que prácticas como el soborno y la corrupción están muy extendidas en las empresas. A nivel global, uno de cada cinco menores de 35 años justifica los pagos para conseguir o conservar un negocio. Así, los costos generados por la corrupción son asumidos creyendo que esta tendrá un impacto positivo en la obtención de permisos y licencias o en la solución de conflictos, eludiendo trámites engorrosos y sistemas jurídicos ineficaces.
¿Cómo reducimos la corrupción? Diseñando un sistema de incentivos. Primero, debemos crear una matriz por sector que identifique los procesos en los que exista riesgo de corrupción, un mecanismo de evaluación y mitigación de dichos riesgos. Es necesario crear incentivos para los denunciantes: (i) una autoridad responsable en cada institución pública, (ii) canales claros para canalizar las denuncias, (iii) mecanismos de protección para el denunciante a fin de evitar represalias e (iv) incentivos para el denunciante: un ‘fast-track’ para el proceso que dio origen al pedido de coima.
La corrupción es parte del sistema y es un costo asumido por muchas empresas dentro de los presupuestos de sus proyectos. Por eso, la principal arma contra la corrupción, además de un sistema de incentivos y la persecución y sanción adecuada, es el compromiso de los CEO y sus directorios.
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