En las últimas semanas, al preguntarnos por qué nos va tan mal como país en el combate contra el COVID-19, algunos han aludido a la “forma de ser de los peruanos”. Este tipo de discurso pone la atención en supuestas formas de ser, costumbres e “identidades” mayormente negativas.
En realidad, buena parte de los discursos sobre las “identidades” nacionales serían solo eso: discursos. Otra manera de ver las cosas es asumir que los seres humanos somos esencialmente los mismos, y tenderíamos a largo plazo a actuar de las mismas maneras en las mismas circunstancias. Los discursos sobre las identidades nacionales según los cuales los ciudadanos de unos países serían laboriosos, otros tendrían un profundo sentido del honor, otros serían alegres, otros irresponsables... reflejan, más bien, la fortaleza o debilidad de proyectos nacionalistas por encima de cualquier otra cosa. Además, el problema de hablar de “identidades” hace que parezca que estamos ante una suerte de condena inescapable.
Esto no significa, por supuesto, que no haya diferencias en valores y elementos culturales en el mundo, o tipos de interacción más frecuentes en unos lugares que en otros. Ronald Inglehart, a través de la encuesta mundial de valores, distingue diferentes culturas en el mundo según el peso de sus valores predominantes. En el Perú, como en el conjunto de América Latina, pesan todavía fuertemente los valores tradicionales (obediencia y respeto a la autoridad) frente a valores racionales-seculares; y estamos en un punto intermedio entre valores de supervivencia (marcadas por la necesidad de seguridad económica y física) y valores de autoexpresión (libertad de elección, bienestar subjetivo y calidad de vida).
Por lo menos podríamos aceptar que, dentro de la región, nuestros países son culturalmente muy similares. Así, en el contexto de la pandemia, en todas partes podemos encontrar manifestaciones de “falta de civismo”, y luego quejas sobre cuán irresponsables seríamos los colombianos, argentinos, mexicanos, etc. Lo mismo para dar cuenta de nuestra supuesta destacada creatividad o inventiva, o capacidad para “sacarle la vuelta” a las normas, etc.
Más útil me parece mirar las conductas y su relación con los entornos institucionales en los que operan. Así, de lo que se trata no es de cambiar mentalidades, sino su entorno. Si las personas muchas veces no respetan las normas es porque no tienen mejores opciones y porque el costo del incumplimiento es muy bajo, dada la escasa capacidad o voluntad de hacer cumplir la ley por parte del Estado. Si existe algo así como una cultura de la transgresión, es porque ella ha sido de facto promovida desde el Estado en las últimas décadas. Matos Mar habló hace más de 35 años de un “desborde popular” y de una “crisis del Estado”; a estas alturas, más propio sería hablar de un Estado que aprovechó el desborde para librarse de la responsabilidad de atender una crisis. Sin capacidad o voluntad de implementar políticas, el desborde “solucionó” de manera precaria lo que el Estado no atendió, trasladando a la población los costos de ello. Y hemos tenido décadas de celebración de este tipo de conductas, tanto desde la izquierda, que creía ver en ese desborde el germen del socialismo, como desde la derecha, que creyó ver el germen de un verdadero capitalismo. Luego el fujimorismo legitimó el discurso de pasar por encima de las instituciones para lograr objetivos particulares. En contraposición a Matos, pocos años después Hugo Neira habló más bien de una sociedad anómica, y hoy Danilo Martuccelli advierte de que estaríamos ante una sociedad “desformal” (“una sociedad desprolija, patuda, achorada, achichada, chabacana”).
Los peruanos empezaremos a actuar de maneras más cooperativas cuando tengamos verdaderos incentivos para hacerlo. No basta con apelar a la responsabilidad o al civismo. Desafío gigantesco, al que hay que ir atacando de a pocos. El primer paso sería reconocer que lo que tenemos es resultado de haberlo labrado consistentemente como sociedad a lo largo de las últimas décadas.