Augusto Townsend Klinge

Imaginemos que en un libro de 1.000 páginas representamos toda la de la especie humana (esto es, los últimos 250.000 años, aproximadamente). En las primeras 950 páginas no ocurriría prácticamente nada con la trama: cazadores y recolectores y una que otra migración. Lo que llamamos “civilización” aparecería en las últimas 50 páginas del libro, y lo que identificamos como “después de Cristo”, en las ocho finales. Es decir, sería apenas el epílogo.

Escuché esta semana a Tim Urban, creador del genial blog “”, reflexionando sobre esto en el del filósofo y neurocientífico Sam Harris, a propósito de su más reciente libro ”. No somos conscientes –decía allí Urban– de que nuestros cerebros evolucionaron principalmente para los desafíos de esas primeras 950 páginas, cuando no éramos tan distintos de otros primates. Pero, además de eso, se quejaba de que nuestras sociedades se están volviendo más inmaduras y menos sabias, producto de la creciente polarización y desprecio por el debate civilizado.

No es inusual, como reconoce el propio Urban, que cada generación piense que está enfrentando el momento más difícil que le ha tocado a la especie humana. Todas (sentimos que) vivimos en alguna medida nuestro propio apocalipsis, aunque probablemente sea cierto, al mismo tiempo, respecto de cualquiera que en el agregado estuvo mejor que las precedentes.

Pero la pregunta importante que habría que hacerse es qué ocurrió en esas 50 páginas finales del libro en las que supuestamente alcanzamos la ‘civilización’ o, si quieren profundizar un poco más, en las últimas dos páginas cuando –posrevolución industrial– la humanidad vio un crecimiento económico como nunca antes en su historia. Y encontraremos, por supuesto, distintas respuestas. Insuficiente y disputable como cualquier otra, aquí va la mía.

La clave del progreso de la humanidad particularmente en los últimos 300 años es haber entendido que y colaboración no son dos dinámicas de interacción social que se contraponen entre sí o que son mutuamente excluyentes, sino un binomio que, bien engranado, puede generar sosteniblemente más y más valor y, por ende, bienestar para nuestra especie.

Contrario a lo que solemos pensar, es fascinante advertir en investigaciones recientes que tanto la predisposición a como la predisposición a tienen base evolutiva (recomiendo mucho el del primatólogo neerlandés Frans de Waal. No es que la competencia sea instintiva, y la cooperación, socialmente desarrollada. Ser empáticos también está en nuestra naturaleza, como una capacidad preprogramada en nuestro cerebro que luego podemos decidir inhibir o magnificar.

Lo que los humanos hacemos extraordinariamente bien, como ninguna otra especie animal, es poner a la competencia (y, por tanto, nuestros talentos diferenciales, creatividad, inventiva, etc.) al servicio de la cooperación. El mercado, por ejemplo, no es más que un sistema de colaboración a gran escala que premia la capacidad de identificar y satisfacer necesidades ajenas y que, como tal, es la mejor herramienta de la que se ha servido nuestra especie para generar bienestar (sin ser la única ni estar, por supuesto, exenta de fallas).

Ahora bien, lo que siento que está pasando en nuestros tiempos (a tal punto que se está volviendo un riesgo existencial para el funcionamiento de nuestros sistemas sociales) es que ese engranaje competencia-cooperación se está desequilibrando fuertemente. La polarización y la pérdida transversal de confianza están haciendo que nuestras sociedades se vuelvan hípercompetitivas y que empecemos a entender nuestras relaciones interpersonales como juegos de suma cero (para yo ganar, otro necesariamente tiene que perder).

Este desbalance genera disfuncionalidad en el sistema económico, pero particularmente en el sistema político. Tanto mercado como democracia deben funcionar como juegos de suma positiva, en los que competimos para ver quién encuentra la mejor manera de agregar valor para la sociedad, cosa que (en teoría) todos queremos que ocurra. Eso que el gran premio Nobel de Economía Daniel Kahneman como “colaboración adversarial”.

El cínico pensará que este es un oxímoron, que para competir se necesita un “instinto asesino” que es esencialmente incompatible con la voluntad de cooperar. Este relato sirve para inflar los egos de quienes, estando por ejemplo en la política o en los negocios, han olvidado que su razón de ser es satisfacer las necesidades de sus votantes y consumidores, respectivamente. Es más fácil involucionar cuando perdemos esa perspectiva, cuando olvidamos que es gracias a la centralidad de nuestra capacidad de colaboración que hemos llegado a ser, como especie, mucho más que un grupo de primates surcando el espacio en una roca voladora.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Augusto Townsend Klinge es cofundador de Recambio

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