En junio del 2005, cuando el entonces canciller peruano Manuel Rodríguez Cuadros me propuso que fuera embajador del Perú en Francia, pronto reparé en que reemplazaría a Javier Pérez de Cuéllar. Lo llamé y antes de que le dijera algo, se adelantó: “Muchacho, lo vas a hacer muy bien”.
De niño le decía tío porque fueron íntimos con mi padre, y muy pocos saben que cuando ambos eran estudiantes, a comienzos de los años cuarenta del siglo pasado, fundaron una academia de ingreso a la universidad.
Fue la primera en Lima, y quién sabe, en el Perú. Tenía una particularidad: era gratis. Un grupo de jóvenes estudiantes altruistas habían creado una institución para ayudar a que los escolares puedan ingresar a la universidad. Allí enseñaron universitarios que estudiaban diversas carreras. Conocí, cuando era mayor, al ingeniero Luis Bustamante Pérez Rosas, que enseñó matemática. Luego, familiarmente, varios lo llamábamos tío Lucho; a veces, ingeniero.
Ahora que nos afecta el COVID-19, una enfermedad causada por el nuevo coronavirus, que ha golpeado a nuestras sociedades de Oriente y Occidente, donde se promueve el individualismo sustentado en el afán de lucro que nos lleva al egoísmo, cabe recordar la actitud solidaria de Javier y los jóvenes de antaño que lo acompañaron en la aventura de enseñar gratis, pues para ellos la educación era un servicio y no un negocio.
Esto pinta de cuerpo entero a Pérez de Cuéllar, porque lo que hizo de joven lo siguió haciendo de adulto y anciano, siempre al servicio de los demás, al servicio de la nación y al servicio del mundo. Y es que el servicio a los demás es siempre el reconocimiento del otro, es una conducta democrática. Una forma de comportamiento que debería ser promovida y estudiada en el Perú.
Llegando a París lo llamé y le dije para vernos y conversar, pues mejor asesor no podía tener. Él me respondió: “Tú me llamas porque ahora te toca trabajar; a mí me toca descansar”. También visitaba con cierta frecuencia a Alberto Wagner de Reyna, otro destacado diplomático y filósofo. Incluso fui el último amigo que lo visitó una semana antes de que falleciera. En esa reunión me invitó un jerez y me regaló un par de libros suyos.
Heredé una de las gestiones más importantes que hizo Javier cuando fue embajador en la Ciudad Luz: haber logrado que la reapertura del Petit Palais sea con una gran exposición de piezas peruanas precolombinas. La exposición se llamó “Perú: de Chavín a los incas”. Extraordinario evento que como embajador me correspondió inaugurar con la asistencia de autoridades peruanas y francesas. Destaco esto porque en Francia es difícil tarea diplomática conseguir que se reinagure, con obras de otro país, un importante centro de exposiciones de fama mundial.
Solo el prestigio y la trayectoria de Javier pudo alcanzar esta meta que enorgulleció a toda la comunidad peruana y mostró el valor patrimonial del Perú al pueblo francés y a los visitantes de otros países que asistieron a esta gran exposición, en un “pequeño palacio”, que, como se imaginará el lector, no es tan pequeño, sino que hay otro más grande, conocido mundialmente como el Grand Palais. Son inmensas construcciones hechas en el siglo XIX.
En julio del 2006, un par de días antes de nuestras Fiestas Patrias recibí un cable del Ministerio de Relaciones Exteriores informándome que cesaba en mis funciones. Así fue, pero surgió un problema: todos los 28 de julio en París y otros lugares se le rinde homenaje a don José de San Martín. Todavía era embajador cuando me informaron que tenía que depositar unas ofrendas florales ante la estatua del libertador, que, como se sabe, falleció en París acompañado de su hija Merceditas, y luego asistir a una misa convocada por nuestro consulado.
Vaya dilema. Fui invitado como embajador, pero antes del acto cesé. Entonces, ¿qué hacer? ¿Ir o no ir? Llamé a Javier y le hablé de la situación. Me respondió: “No te preocupes, que tienes siete horas de adelanto y además nada impide que asistas como ciudadano”. Terminé por asistir a los actos celebratorios.
La última vez que estuve con Javier fue hace tres años. Él ya estaba muy anciano. Estuvimos conversando por más de una hora y le solicité que le regalara a Iris Valverde, amiga y destacada diplomática que vivía en París, su novela “Los andagoya”. Así fue. De paso, me dijo: “Llévate una tú también”.
Muchos han dicho con razón que fue un gran diplomático, un estadista, un gran político. Fue mucho más que eso. Fue un extraordinario ser humano.