La semana pasada propuse en esta columna que el país requiere más que una reforma política, un shock institucional. Hemos caído tan bajo en la calidad y utilidad de nuestros aparatos legales políticos que se da el contexto propicio para plantear una refundación institucional (tan profunda que inclusive redibuje las jurisdicciones políticas). Las dinámicas sociales y económicas han desbordado la institucionalidad, por eso las innovaciones no deberían hacerse desde los escritorios de los ‘reformólogos’, sino con sistematizada y solvente información empírica.
Reforma de tal magnitud requiere varios elementos: liderazgo político, acuerdos multipartidarios, capacidad de convocatoria y apoyo popular. En algunos países se aprovechan “momentos populistas” para –a través de una asamblea constituyente– lograr el atajo refundacional (Venezuela, Ecuador). Esta alternativa resulta contraproducente, en el largo plazo, porque suele personalizar y polarizar política y socialmente a la sociedad. El objetivo inmediato entonces es favorecer las condiciones para una reforma integral ordenada y sin caer en la desesperación.
En primer lugar, el inicio de un mandato presidencial es ideal para emprender una reforma estructural. El triunfo electoral le otorga legitimidad y, durante los primeros meses, la tolerancia ciudadana llega a sus niveles más altos. Las disputas con la oposición aún no han desgastado al gobierno y las bancadas parlamentarias todavía no se han fragmentado. Un gobierno de salida, como el actual, solo es capaz de modificaciones tragicómicas como la del jueves pasado: prohibir la reelección regional cuando esta es inocua.
Segundo, una reforma es un pacto político plural fijado en un horizonte temporal de largo plazo. Si se precisan sus objetivos para las próximas décadas, es más fácil ponerse de acuerdo que si se planteasen para el 2016. La visión de futuro de un país puede lograr superar la mezquindad del debate cotidiano. La próxima campaña electoral genera el contexto ideal para plantear los términos de la discusión y, gane quien gane, hacer respetar los compromisos.
¿Pero quién tiene incentivos para comerse el pleito? A pesar de los niveles de desgobierno, nuestros políticos han aprendido a convivir con este pernicioso statu quo. Los partidos no cuentan con ‘think tanks’ o tecnocracias políticas capaces de llevar adelante planteamientos serios. La cooperación internacional ha perdido capacidad de influencia, se ha dejado llevar por el activismo sin impacto político real. La academia se encuentra lejana del debate, con excepciones de algunas columnas de opinión. Paradójicamente, es la clase empresarial –un sector de ella– la que ha “descubierto” la importancia de las instituciones políticas para la economía; el desprestigio de los partidos les da la posibilidad de jugar un rol promotor. Si tienen influencia para “cuidar” el modelo económico, ¿la tendrán para promover un shock refundacional?
Finalmente, no hay reforma sin ciudadanos. La informalidad ha conducido a una ética anti-estatal que no despierta ningún atractivo sobre un proceso que parece abstracto y elitista. Resulta tarea adicional –y comunicativa– hacer de la reforma una demanda popular. Como ven, no solo hay que pensar en la reforma, sino también en propiciar las condiciones que aseguren su viabilidad.