En nuestros tiempos, de caída de los respetos incuestionados, la confianza suele ser difícil de ganar pero fácil de perder. Y esta situación problematiza la capacidad de gobierno y dificulta cualquier emprendimiento colectivo, pues convierte a la suspicacia en el filtro con que observamos las acciones de los otros. En cambio, la confianza destraba la capacidad de gobierno, pues facilita la acción conjunta. Si atribuimos al otro una intención justa lo dejamos hacer, simplemente no imaginamos que esa convicción pueda ser traicionada.
La confianza tiende a desaparecer en los espacios públicos del Perú. Hoy reina un corrosivo escepticismo sobre las figuras de autoridad. No obstante, como todos necesitamos de las certidumbres que nos den seguridad, esta confianza se busca entre los amigos e incondicionales, en el poder privatizado y oscuro del “espíritu de cuerpo”. En la formación de mafias. Es decir, en formas de ejercicio del gobierno en que las lealtades y beneficios personales cuentan más que la fidelidad a los intereses generales de la colectividad. Estamos hablando del (in)contenible crecimiento de la transgresión en sus diferentes facetas, como la corrupción, la complicidad y la delincuencia.
El deterioro de la confianza pública se inició en el Perú con el cuestionamiento de la figura del “patrón”, suerte de padre-jefe que exigía una lealtad, a sus subordinados, en nombre de su autoaclamada superioridad en el campo de la efectividad y el acceso al poder, y al saber. Pero en el mundo popular cunde el escepticismo sobre la ventaja que puedan aportar los patrones. La devota incondicionalidad es reemplazada por una actitud pragmática. Desaparece la entrega ingenua e incondicional. Es decir, el patrón es aceptado, provisionalmente, conforme se evalúa que aporta más beneficios que perjuicios. Incluso hay un trasfondo de hostilidad (pero también de admiración) hacia esta forma de autoridad que no impide, sin embargo, que termine siendo aceptado, pues no somos capaces de generar formas alternativas de gestión colectiva. El caso de los conflictos socioambientales evidencia que las clases privilegiadas se han mimetizado con la figura del patrón al punto que consideran natural exigir una incondicionalidad que realmente no se han ganado. En este punto andan pues muy desfasadas, ya que la mayoría de las quejas contra la actividad minera se justifican. Entonces hay que construir una confianza con paciencia y respeto, sin amenazas. Hay que probar que es posible una minería no contaminante basada en transparencia y rendición de cuentas.
Las clases más favorecidas tendrían que aprender de lo que sucede en el tráfico urbano. En este campo la desconfianza se extiende hacia cualquier extraño, pues se presume que no es justo, que apenas pueda intentará abusar sin tener en cuenta la ley y la justicia. Un incipiente sentido común señala que debemos manejar “a la defensiva”, es decir, presumiendo que el piloto que está a nuestro lado estará siempre dispuesto a ignorar nuestros derechos y que, por tanto, debemos estar siempre listos a cederlos para evitar choques y altercados. Al otro se prejuzga como un transgresor y abusivo a quien es mejor cederle el paso para evitarse mayores problemas. Este es el aprendizaje de las clases medias frente a un mundo popular que se adueña de las pistas con las consignas de que sus trabajadores ganan poco, laboran mucho y tienen casi nada que perder con las disputas, pues, total, sus unidades están bastante deterioradas y las multas casi nunca las pagan. Es decir, la impunidad crea el reino de la fuerza ante el cual solo queda someterse.
La escasa vigencia de la ley y la proliferación del abuso nos llevan a ser desconfiados y suspicaces. Entonces, la institucionalidad es precaria y la desconfianza es profunda. Y saberse vulnerable a ser abusado crea una amargura y una agresividad siempre a punto de estallar. Esa cólera que malogra nuestros días. Y la creación de islas mafiosas de confianza, lejos de ser una solución, no hace más que agravar el problema social, pues nos conduce a una suerte de guerra de todos contra todos. Entonces, ¿qué? Quizá lograr aprendizajes colectivos. Superar la presunción patronal de tener que ser obedecido como ocurre en Tía María. Y, por otro lado, darnos cuenta de que la oposición sin propuesta termina deslizándonos en la anarquía de una revancha ciega en la que nadie gana. ¿Ingenuidad? ¿Realidad? Todos tenemos que optar.