Gonzalo Zegarra

¿Qué habrá sido de los Müller y los Quispe?, aquellas familias que, en la canción de 1991 “Los patos y las patas”, de Los Nosequién y los Nosecuantos, compartían –iguales bajo el sol– una playa del sur chico (km 40, doblando a la derecha, un camino de tierra). En estos 30 años la economía y el sustrato sociológico asociado a ella cambiaron radicalmente y, si bien es del todo razonable imaginar que los Quispe prosperaron y hoy tienen su propia casa de veraneo –acaso en el mismo balneario que los Müller–, la idea de un espacio público playero compartido suena hoy francamente extravagante.

He vivido, oído y leído suficientes manifestaciones del premoderno como para perpetrar algún amago de nostalgia pasadista, así que me apresuro a formular mi punto: si bien la sociedad peruana se ha democratizado notablemente, se vienen perdiendo paulatinamente los espacios de encuentro, aunque desde mucho antes. José Agustín de la Puente Candamo apuntaba en sus clases que en el virreinato los solares señoriales y los callejones multifamiliares solían estar contiguos en las mismas calles. Es sabido que en el siglo XIX el ejército era la principal plataforma de ascenso social (y político) y, por lo tanto, un espacio de confluencia. Muchos de los caudillos decimonónicos tenían orígenes humildes, y terminaron encumbrados. En sus memorias, Alfredo Bryce afirma que la Universidad de San Marcos era “el pulmón del Perú”. Cuando Víctor Andrés Belaunde aludía al catolicismo y al barroco como ejes de la peruanidad, estoy seguro de que partía de imágenes concretas de peruanos de todos los estratos acudiendo a los mismos templos, participando de los mismos ritos, mirando las mismas imágenes sacras (barrocas), entonando los mismos cánticos. Hasta hace 20 años, los muchachos de clase media alta iban en micro.

Nos hemos ido segregando, parapetando, distanciando, a pesar de la hiperconexión virtual. Y eso nos aleja mentalmente (24/4/21). La trágica que hoy mismo padecemos tiene dos ejes: el geográfico y el social (más que económico), y ambos están atravesados por lo cultural. Como sostuvo Mirko Lauer ayer en “La República”: para algunos, toda protesta es buena –por motivos antropológicos–; para los otros, es siempre mala. Unos creen que Castillo cayó por causa del racismo; los otros, que no hay racismo en el Perú. Prospera así la agudización de las contradicciones, para beneplácito de marxistas de izquierda y schmittianos de derecha. Ambos tienen su enemigo: la “dictadora Dina”, los primeros; Sendero redivivo, los segundos. Y nos matamos.

Trato, cuando me toca reflexionar sobre el Perú, de ver más allá de lo urgente e inmediato. Una y otra vez me he preguntado cuál es la esencia de nuestra improbable persistencia en la unidad (23/10/21), que a veces parece querer agotarse (8/10/22). Como los núcleos energéticos en la astrofísica, aquello que nos amalgama es a la vez fuerza centrífuga: nuestra proverbial diversidad nos hace geniales y conflictuados, extraordinarios e indomables (27/3/21).

Y eso solo se puede gestionar desde el pluralismo. Solo un marco así de abierto puede canalizar fértilmente nuestro potencial, porque cualquier alternativa cerrada –donde prevalezca una única visión– implicaría anular o someter a una parte de nosotros. La promesa incumplida del Perú republicano no es otra, pues, que la de una bien entendida ante la ley (en términos de desigualdad material, estamos a media tabla regional en el índice de Gini). Como la igualdad ante la ley es una igualdad eminentemente formal, las élites peruanas han creído que eso equivale a una igualdad aparente, retórica, de la boca para afuera, puramente en el papel. Y no es así: la igualdad ante la ley debe ser eficaz y exigible, “tener dientes”. Para el politólogo italiano Giovanni Sartori el pluralismo ‘disfunciona’ cuando las líneas de fractura económico-sociales coinciden y se refuerzan. Y, a la vez, afirma que un contexto pluralista postula un reconocimiento recíproco, no unilateral. El que pide reconocimiento debe también darlo.

Lo anterior nos convoca a tratar de entendernos para convivir. Como nos enseña la epistemología, entendernos supone asumir una “teoría de la mente” del otro. Si esa teoría es su inmoralidad o irremediable estupidez, se renuncia a cualquier intento de convencer a través de la empatía o la razón. Razón y empatía solo pueden prosperar si recuperamos espacios comunes.

Gonzalo Zegarra M. es consejero de estrategia