Según análisis de empleabilidad entre las generaciones más jóvenes en el mundo, el oficio u ocupación más deseado es el de ‘influencer’, una aspiración que se justifica en el enorme atractivo social que estos creadores de contenidos virales –una definición simple de lo que es un influenciador– han cobrado en los últimos tiempos.
Ahora bien, hay una porción de personas que también sueña con influir en las redes sociales, y no necesariamente porque quiera algún premio o reconocimiento de YouTube, Twitch o TikTok.
Esta nueva hornada de ‘influencers’ de generaciones mayores se vincula al poder político o al deseo de tenerlo. Existe entre estas personas la intuición de que los espacios digitales pueden colaborar a catapultar su ascenso al manejo del Estado. Y esa es una intuición correcta.
Ahora bien, desde el tiempo en que Barack Obama impulsó su camino a la presidencia de Estados Unidos hasta la irrupción de fenómenos como los presidentes activistas tipo Nayib Bukele o los candidatos anarquistas como Javier Milei, ha pasado mucha agua bajo el molino. La conquista y atención de las audiencias se ha sofisticado.
Y es que nadie que sueñe con ser un influenciador –y que no sepa exactamente cómo llegar a serlo– puede prescindir de un estratega en esas artes, que en el mundo del marketing digital es conocido como ‘community manager’ (CM, el responsable de comunidades). Y, como resulta evidente, tampoco puede lograr su carrera hacia la popularidad digital si no cuenta con comunidades atentas.
Ambos elementos, el CM y las comunidades, deberían contar con un respaldo basado en la experiencia y en una espontaneidad propia de la inmediatez de la digitalización. Pese a ello, la ansiedad por la exposición a veces puede llevar al aspirante a tomar atajos peligrosos y no recomendados.
Crear la vida virtual de un ‘influencer’ inexistente puede suponer un presupuesto abultado que incluya pagar por un CM, una pauta publicitaria en redes sociales, imágenes originales, vida familiar, espacios personales en Internet, números de teléfono, interacciones y opiniones. Y también destreza y mucha continuidad en la creación de contenidos.
A su vez, las comunidades deberían cultivar tipos de seguidores, algo que, según la casuística de los CM, puede tomar varios años, pero que, con triquiñuelas, se puede llegar a conseguir en pocos meses. Dicho en cristiano: creando cuentas o comunidades falsas.
Es una lástima que, en sus afanes por lograr ser un líder digital, el actual presidente del Congreso, Alejandro Soto, no haya contado con una buena asesoría que le hubiese explicado los inconvenientes de pagar pauta publicitaria con el objetivo de inducir al error. Una pésima estrategia.
Y es que, al margen de las posibles responsabilidades penales que ahora empiezan a configurarse en su contra a causa de la malversación de dineros públicos y la conminación al personal a su cargo de volverse ayayeros digitales, lo que un ‘wannabe’ de ‘influencer’ no se puede perdonar nunca es perder la espontaneidad. Y claramente el ‘equipo digital’ de Soto no contaba con ella.
Colofón: La lección más ejemplar del frustrado sueño de lograrse como influenciador del señor Soto es, sin duda, que requiere saber y entender bien de digitalización, al menos a nivel de un usuario curioso. Y, en el peor caso, si no somos ese usuario curioso, nos toca buscar gente que sepa serlo. Búsquese un buen CM si quiere ser políticamente atractivo en TikTok, por ejemplo. O si está buscando ser el próximo ‘outsider’ político.