El Congreso está tirando por la borda lo ganado en los últimos años en temas claves para la sociedad peruana. En macroeconomía, sabíamos que era fundamental mantener el déficit fiscal, controlar la inflación, preservar la independencia del Banco Central de Reserva... Pero los parlamentarios, que en teoría carecen de iniciativa de gasto, aprueban –salvo honrosas excepciones– medidas que perforan la solidez de las finanzas públicas. Y entidades antes reconocidas por su independencia técnica hoy carecen del respaldo político para hacerles frente.
Uno de los resultados de este desmantelamiento institucional es que, mientras enfocamos nuestra atención y recursos en cómo hacemos nuevamente viables esos temas, abandonamos la discusión sectorial. Es decir, dejamos de lado los aspectos que afectan el día a día de los ciudadanos. Aspectos como que todos tengamos agua y desagüe, servicios de salud oportunos, educación de calidad, seguridad ciudadana... En lugar de avanzar en protección a la mujer y a las niñas, se discuten barbaridades como si una violación sexual infantil es un tema cultural.
En salud, deberíamos estar enfocados en acabar, en primer lugar, con la anemia infantil. En el 2020, en plena pandemia del COVID-19, la anemia entre bebes y niños menores de tres años era del 40%. El año pasado, llegó al 43,1%. Es decir, cuatro de cada diez peruanos ya tienen su futuro potencialmente comprometido. Sin contar lo que esto le costará al país en términos de productividad en las próximas décadas.
También son preocupantes los limitados avances en el tema de vacunación, en especial a niños menores de 36 meses. Las vacunas protegen a nuestros niños contra enfermedades graves y potencialmente discapacitantes o mortales, como la poliomielitis y la neumonía. Si bien el proceso de vacunación se vio alterado por la pandemia, al 2023 continúan los problemas: cuatro de cada diez niños no fueron adecuadamente vacunados.
Y continúa el desabastecimiento de medicamentos, en gran parte por problemas de gestión en el Centro Nacional de Abastecimiento de Recursos Estratégicos, que en lo que va de este gobierno ha cambiado siete veces de director general, con una permanencia promedio en el cargo de 71 días.
En abril, la agencia de análisis de riesgos Standard & Poor’s redujo la calificación crediticia soberana del Perú. Somos de los pocos países de América Latina donde el nivel de pobreza con respecto a los indicadores prepandemia ha aumentado. Y en el Ránking de Competitividad Mundial, elaborado por el Institute of Management Development (IMD) de Suiza, acabamos de alcanzar nuestro peor nivel histórico: puesto 63 entre 67 naciones analizadas, solo por detrás de Nigeria, Ghana, Argentina y, en último lugar, Venezuela.
Pero el Congreso, en contra de todos los tratados internacionales suscritos por el Perú, ratifica el vergonzoso proyecto de ley que librará de proceso judicial y de una condena a autores de delitos de lesa humanidad o crímenes de guerra antes de julio del 2002. Permite que docentes cesados vuelvan a las aulas degradando la educación pública. Aprueba legislación que beneficia a la minería ilegal. Modifica la Ley contra el Crimen Organizado y aprueba una reforma que desnaturaliza las regulaciones sobre allanamientos, lo que, en la práctica, favorecerá al crimen organizado y la corrupción. Promulga por insistencia la ley que, al incorporar modificaciones al proceso de colaboración eficaz, debilita esta herramienta para la lucha contra la corrupción. Y así queremos ingresar a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).
De este Congreso, sin duda el peor de nuestra historia, debemos rescatar solo una cosa: que nuestra prioridad en las próximas elecciones sea votar por diputados y senadores con probadas credenciales democráticas. Y, ojalá, un genuino amor por nuestro país. La memoria es frágil, pero esto que estamos viviendo no lo podemos repetir.