Jaime de Althaus

La insurrección se ha apagado en casi todo el territorio, pero las banderas que agitó han conquistado a una amplia mayoría de la población que, según las encuestas, está a favor del adelanto de elecciones cuanto antes, la renuncia de , el cierre del e incluso, con una mayoría menos amplia, de una asamblea constituyente. No solo eso: Dina Boluarte tiene una aprobación bajísima y el Congreso una más baja aún.

Como si estuviéramos en una democracia plebiscitaria y no constitucional, muchos se han sumado a esas demandas. Se abusa del concepto de legitimidad, como si hubiera un punto de aprobación en las encuestas debajo del cual el gobierno ya no es legítimo y debiera renunciar. Es una trampa conceptual en la que caen muchos que se dicen sin percatarse de que es la clase de argumentos que sostienen a los autoritarismos populistas: la popularidad a cualquier costo.

Para esos ‘demócratas’, estamos ante un gobierno autoritario que, en lugar de hacer política, aplica la mano dura y usa a las Fuerzas Armadas y policiales como única respuesta frente a la crisis política. No explican cómo es posible que hasta la fecha este gobierno de mano dura no haya detenido a los líderes de las acciones violentas, los ataques, los incendios y los bloqueos, algo que no es sino simple imperio de la ley. O que se establezca una jurisdicción nacional en la fiscalía para que sea factible.

Tampoco señalan que las dirigencias de la protesta e incluso autoridades elegidas se niegan sistemáticamente a dialogar. Ninguna crítica a esos actores. Menos aún desarrollan iniciativas para propiciar espacios de diálogo. Nada de nada.

Es la protesta la que rechaza el diálogo, y lo hace porque parte del mito de que el golpe lo dio el Congreso a Castillo, y Boluarte es usurpadora. ¡Y el 51% lo cree! ¿Alguno de estos críticos ha intentado explicar que esa narrativa, que está en el origen de las movilizaciones, es falsa? Evidentemente, si estoy convencido de que los poderes limeños me robaron el voto deponiendo al presidente que yo elegí simplemente por racismo, me levanto y me movilizo.

Menos aún han salido a señalar la naturaleza abiertamente dictatorial de los regímenes que esas dirigencias radicales imponen en los lugares que controlan. En Puno, Cusco y otros sitios se bloquea para que no haya abastecimiento, se obliga a los comerciantes a cerrar, se obliga a las autoridades elegidas a pronunciarse en el sentido de que apoyan la huelga y se les azota si hablan con el Gobierno. Se amenaza a los fiscales para que no actúen, se reprime y castiga a los periodistas críticos. La disidencia está prohibida. En Cusco incendiaron un canal de televisión.

¿Hemos escuchado que se denuncie o critique a esas dictaduras locales? Nada. Ni siquiera por solidaridad con las mayorías afectadas. Por supuesto que, para pacificar y normalizar Puno, por ejemplo, se requiere algo más que un comando unificado que trata de despejar carreteras mientras son vueltas a bloquear, y que lleva ayuda humanitaria para tratar de ganarse a la población. Se requiere, además, hacer un esfuerzo supremo para buscar interlocutores que se atrevan a dialogar, una intervención política o ejecutiva –o designar a un zar, como propone Ismael Benavides– para desarrollar acciones de impacto, terminar obras largamente inconclusas debido a la corrupción, formalizar la minería informal, etc. ¿Ha venido de estos tuertos defensores de la democracia alguna sugerencia de qué hacer?

El corredor minero necesita también una respuesta integral. Quizá una mancomunidad de municipalidades con un órgano ejecutivo, para usar mejor el canon y cerrar brechas, como estaría pensando la PCM, y batallones de ingeniería para asfaltar la carretera, a fin de suprimir el polvo. Pero acá tampoco hay propuestas. Nada de nada.

Jaime de Althaus es analista político