En el 2016 se inició la que nos ha llevado a un tremendo deterioro de nuestra viabilidad como país. Cada uno de sus pasos hacia el abismo ha estado marcado por alguna variante de las relaciones entre el y el .

En el primer momento, un Congreso virulentamente destructivo liquidaba ministros y gabinetes, a la vez que legitimaba todo lo que pudiera dañar al gobierno, así sea un Pedro Castillo encabezando una huelga del ConareMovadef. Lograron su propósito.

Con Vizcarra hubo romance inicial con quienes se tumbaron a PPK, para luego confrontarlos hasta disolverlos. El nuevo Congreso haría lo propio con él, pero Merino cayó en cinco días y Sagasti hubo de culminar el mandato.

Si bien Castillo tuvo una oposición frontal del Congreso, casi siempre consiguió los votos suficientes para controlar los embates y su estabilidad nunca estuvo en cuestión. Conocemos ya demasiados casos como para no saber que el fenómeno de ‘Los Niños’ fue mucho más extenso de lo inicialmente conocido. Así, si Castillo se suicidó con un torpísimo golpe de Estado, no fue para evitar la remota posibilidad de una vacancia, sino por el pánico que le tenía a la justicia.

Boluarte repite el plato. Las decenas de muertes evitables durante la represión de las muy violentas protestas se han vuelto una espada de Damocles. En la plaza Bolívar se dieron cuenta y de saque le mandaron una flor: no tocarían ni con el pétalo de esa rosa al principal responsable político de los hechos.

Allí se inicia un pacto (quizá solo implícito) en el que el Congreso le dice al Ejecutivo: “Ustedes requieren durar al 2026 para diluir el tema que los quema y también nosotros necesitamos impunidad para nuestras no pocas cuitas; y, por qué no, seguir haciendo negocios políticos y de los otros”.

El Congreso sabe que el Ejecutivo los necesita más a ellos que ellos al Ejecutivo y le está ‘cobrando’. Y la que ha empezado a pagar es la ‘renunciada’ ministra de Educación Magnet Márquez.

La historia es conocida. Ciento un congresistas aprobaron una ley que reintegra a más de 14.000 profesores contratados transitoriamente el siglo pasado. En el 2014, se les dio una oportunidad de regresar, requiriéndoles pasar la evaluación. Solo se presentaron 5.300 y aprobaron 546.

Una cachetada a cientos miles de maestros que se preparan para enseñar mejor. Peor aún, un puñete al plexo a los millones de padres de familia que aspiran a que sus hijos reciban una educación de mejor calidad.

La reposición fue propuesta por Katy Ugarte y Álex Paredes. Hasta ahí se entiende, dado que Ugarte desaprobó siete veces las evaluaciones docentes; y Paredes, cinco de seis veces.

La respuesta a cómo se pasa de 2 a 101 votos para tamaña injusticia la dio el cada vez más representativo de sus pares, el ‘Tigre’ Alejandro Soto (‘Tigre’, por lo de las rayas que lo adornan, a las que ahora suma el plagio del 67% de su tesis de doctorado).

El razonamiento de Soto es lúcido: “La prensa limeña no quiere perder y me da duro, y me sigue dando duro. Pero se equivocan conmigo porque poco o nada me interesa lo que ellos digan. Los periodistas no votan en el Congreso”. En otras palabras: ¡ya nada nos importa!

Que el mensaje era también para el Ejecutivo no lo entendió la ministra de Educación. No debía irritar a los 101, los que sí votan, espetándoles: “Lo que se les está diciendo a los estudiantes es que sus maestros no necesariamente tienen que ser los mejores; eso no es justo […] el Ejecutivo no se quedará con los brazos cruzados”.

Acertó. La eyectaron en una. Para disimular, adelantaron otros cambios ministeriales que ni aportan ni quitan.

Se imaginan a quien fue su viceministra y ahora su sucesora, Miriam Ponce Vértiz, diciendo como la expectorada: “Desde el Ministerio de Educación vamos a defender la meritocracia y pido el apoyo de la población porque todos debemos luchar por un país mejor…”.

¿Apostamos a que no?

Carlos Basombrío Iglesias es analista político y experto en temas de seguridad

Contenido Sugerido

Contenido GEC