La grave acumulación de crisis puede llevar al Perú a una catástrofe institucional de consecuencias imprevisibles.
No es que una crisis A pueda fácilmente resolverse con la vacancia presidencial, que una crisis B con la disolución del Congreso o que una crisis C con el adelanto de elecciones.
Por cualquiera de estos caminos, ya conocidos, nos encontraremos de nuevo con crisis A, B, C y más.
Lo que hay en el fondo de esta grave acumulación de crisis es que las más altas instancias del Estado, Ejecutivo, Legislativo y Poder Judicial, se sienten y quieren ser más poderes que instituciones. El Ejecutivo más que el Legislativo, o al revés, el Legislativo más que el Ejecutivo, o ambos más que el Poder Judicial que, a su vez, como ahora, puede también sentir y querer ser más que el Ejecutivo y el Legislativo juntos.
Vemos que hay fiscales y jueces que se alejan de sus respectivas reglas institucionales para hacer prevalecer sus poderes coactivos sobre los derechos constitucionales de la presunción de inocencia y del debido proceso de sus investigados, montando escenarios mediáticos espectaculares de exhibición de fuerza y prepotencia.
Mientras tanto, las cargas de prueba, las acusaciones sustentadas y las sentencias firmes, no forman parte de la realidad. Es tal la falta de contrapeso en la separación de poderes e instituciones que todo parece ser fácilmente transportado al abismo.
Martín Vizcarra creía que, como capricho del poder presidencial, podía disponer de los demás poderes y organismos autónomos como el Poder Judicial, el Ministerio Público e inclusive la prensa, para incorporarlos incondicionalmente a su cruzada anticorrupción, que resultó una escandalosa farsa al descubrirse que le servía para encubrir sus propias investigaciones fiscales.
No habiendo aprendido esa lección autoritaria, pareciera que la historia volviese hoy a repetirse.
No se trata de que las más altas instancias del Estado tengan que perder el natural poder que sus prerrogativas les otorgan. Solo no tienen que dejar de ser instituciones, sin perder jamás la esencia; es decir, entender para qué están donde están.
La presidencia es un poder y una institución. Y, como institución, no puede imponer un vocero que ni la Constitución ni la ley permiten, porque el vocero natural es el presidente del Consejo de Ministros. Y la mandataria no puede dejar todo lo que tiene que decir, más aún si está investigada, en las solas manos de su autorizado vocero. Su voz institucional no incluye el silencio cuando el país necesita respuestas claras, válidas y urgentes. Debe hablar por el Gobierno y por ella misma.
Hay motivos para un gran mea culpa del Congreso por actos y omisiones como poder del Estado, obviando su peso institucional. Sin embargo, sigue siendo la reserva de representación nacional obligada a salir al frente de cualquier alteración del orden constitucional, en una cerrada defensa del sistema democrático vigente, siempre amenazado.