El Congreso peruano ha entrado en una vorágine de reformas y cambios regulatorios que están transformando severamente las reglas de juego de la política. El retorno al sistema bicameral con reelección parlamentaria está sufriendo ajustes complementarios (incremento de escaños, permiso a congresistas a postular a elecciones regionales). La Ley de Partidos Políticos y la Ley Orgánica de Elecciones sufren modificaciones importantes (como la de restar responsabilidad penal a los partidos por delitos de sus integrantes).
Adicionalmente, se busca restablecer la reelección en el ámbito subnacional, pero restringiendo notablemente la participación de movimientos regionales. Es decir, un gobernador en funciones podría volver a postular, pero integrando las filas de un partido nacional. Le agregamos la intención de mayor supervisión al financiamiento de las ONG y de una nueva modalidad para designar a autoridades electorales, entre otros. Esto ha llevado a algunos sectores a catalogar la situación de “autoritarismo congresal” o a anunciar “el fin de la democracia”. ¿Cómo entender esta supuesta “dictadura parlamentaria”?
Estamos ante un Congreso designado bajo la lógica del “mal menor”. Hemos elegido democráticamente un mal, no lo olvidemos. El mandato de los electores peruanos a sus representantes no ha sido por preferencias de políticas públicas o simpatías programáticas, sino para impedir que el fujimorismo o el castillismo llegaran al poder. Así, el mandato terminó el mismo día de la elección y los beneficiarios de ese voto –los parlamentarios votados– quedaron con cheque en blanco. Es decir, estructuralmente se alteró el sistema de rendición de cuentas, entre representantes del “mal menor” y un electorado “anti”. Bajo esta lógica, no hay conexión posible que permita legislar articulando intereses ciudadanos, más allá de la voluntad de unos cuantos legisladores bien intencionados.
Ahora resulta que estos parlamentarios van a la reelección; es decir, tienen que intentar conectarse con “su” electorado que, en realidad, es una ficción. Los congresistas “anticomunistas” perdieron razón de ser cuando Pedro Castillo dejó de ser una amenaza y a los congresistas “antifujimoristas” solo les queda oponerse a las iniciativas de Fuerza Popular, salvo las que les convengan por otras razones particulares. Entonces, les queda como opción suponer una legislación popular, una en la que las grandes mayorías pueden estar de acuerdo. Para ello, replican el raciocinio de la confrontación, esta vez contra el ‘establishment’ (AFP, grandes laboratorios, etc.). Es necesaria una precisión. No se trata de una legislación populista (no en el sentido de un Estado benefactor de excesivo gasto social), sino de una regulación anti-’establishment’. Este tipo de normas no va a beneficiar al ciudadano materialmente, pero quizás simbólicamente, pues golpea a un supuesto enemigo. Así, por ejemplo, se entiende que el trabajador informal que no tiene AFP “celebre” un nuevo retiro. El resultado esperado o no: un sistema dañado.
El ‘establishment’ no tiene cómo defenderse (ver columna anterior: “¿Quién defiende al ‘establishment’?”), pues ha perdido toda conexión con el aparato legislativo. Se trata de un poder económico sin poder político. Esto se debe principalmente a que los actores económicos formales no tienen canales para financiar legalmente a los partidos que promuevan y protejan las bases del modelo económico. La regulación sobre el financiamiento de la política es desastrosa al respecto y, mientras no se reforme sustancialmente, al ‘establishment’ solo le quedará la “estrategia” de “comunicados” y “periodicazos” que no conmueven un milímetro a los “padres de la patria”. La indiferencia de la casta parlamentaria es tal que también la están sufriendo las embajadas de los países más poderosos del mundo, en el tema de la regulación de la cooperación internacional. Estamos, pues, ante un Legislativo que no rinde cuentas a su electorado ni al ‘establishment’ económico, ni es responsable ante la comunidad internacional. Pero ello no se debe necesariamente a una vocación autoritaria de los legisladores, sino a un sistema de representación tergiversado originalmente por la lógica del “mal menor”.
La política peruana está poseída por la lógica de la venganza. Por lo tanto, la motivación principal de los legisladores es el revanchismo. En un contexto de polarización, llegar al poder no es una oportunidad para obrar en favor del país, sino el turno de dañar al rival. Es la ocasión para designar a “mis” tribunos, “mi” defensor, “mi” autoridad electoral, bajo el supuesto de que los anteriores obraron sesgados a favor de la tribu política opuesta. Por ejemplo, si el gobierno de Martín Vizcarra encargó desmontar el Consejo Nacional de la Magistratura para reemplazarlo por la actual Junta Nacional de Justicia, se avaló a una autoridad electoral interina por meses y se auspició a unos “notables” reformólogos en materia política; ahora –así lo entienden– toca el turno de quienes fueron excluidos y perjudicados en aquel momento, con sus allegados y sus modalidades más afines. A ninguno de los dos bandos les ha importado mucho dañar la institucionalidad, pues poco provecho obtienen de sus reformas. Por ejemplo, el nuevo modelo bicameral de súper-Senado, con prerrogativas para designar a los más altos funcionarios del país, no necesariamente será operado por quienes produjeron tal diseño. La volatilidad electoral en el país es la mayor garantía del “nadie sabe para quien trabaja”.
El Perú califica como “enemografía”, un término empleado por Andreas Schedler para caracterizar a un sistema político de origen democrático con un nivel de polarización en el que ambos campos enfrentados describen al rival como “enemigos de la democracia”; es decir, con mutuas acusaciones de autoritarismo. Es el opuesto quien tiene “ADN autoritario”. Vivimos un sistema de alta desconfianza en la que los actores se perciben como amenazas antes que como colaboradores. No se trata solamente de distancias ideológicas inalcanzables o de una polarización afectiva irreconciliable, sino de una democracia incapaz de sostenerse más en la desconfianza mutua de sus representantes del “mal menor” y de sus ciudadanos “antis”. Un sistema así puede producir un final autoritario, pero no por la manipulación de una “mafia golpista” que controla el Congreso (sic), sino por una construcción colectiva en la que todos hemos sumado, desde quienes se consideran “republicanos” con superioridad moral (agentes polarizadores y para nada conciliadores) hasta los más indiferentes.