“El Perú no se detiene” fue la frase repetida hasta el hartazgo esta semana por ministros y cuentas oficiales. Alguna mente brillante en el Ejecutivo consideró que esta era una creativa y original estrategia comunicacional para restar importancia a los justos reclamos de transportistas y otros sectores que se sienten indefensos ante el azote de la criminalidad. “El Perú no se detiene”, tuiteaban frenéticas las autoridades del país con 16 feriados al año. “El Perú no se detiene”, posteaban los funcionarios designados por una presidenta cuya agenda luce vacía un día sí y el otro también.
Lo que está detenido y congelado desde hace bastante tiempo es el sentido común de quienes nos gobiernan. Lo que está en un paro indefinido es su capacidad de empatizar con el malestar de ciudadanos que viven con el permanente temor de ser asesinados en las calles.
El Gobierno trató de deslegitimar las protestas argumentando que estas tenían un trasfondo político. Es cierto que algunos grupos radicales y partidos políticos oportunistas han tratado de treparse por el estribo del justo reclamo de los transportistas extorsionados. Pero el tema de fondo, y en el que se centró la protesta del jueves, sigue siendo el rechazo a la criminalidad y la exigencia al Ejecutivo de que cumpla con dar garantías a la población.
Desde su lejana nube, la presidenta Dina Boluarte culpa de todos los problemas del país a quienes la critican. Cada intento suyo por lucir ingeniosa se traduce en una frase desafortunada que solo le genera más cuestionamientos y le da material a los humoristas políticos. Pero esta semana ni siquiera dio risa. Calificó como “terrorismo de imagen” la difusión de informaciones falsas. Banalizó así un término asociado con la insana violencia que causó tanta muerte y dolor en nuestro país en décadas pasadas. La frivolidad no solo consiste en usar relojes caros.
La delincuencia no es lo único que se desborda. La incapacidad de quienes deben combatirla también. La paciencia del país está por rebalsar.