Mario Saldaña

Alguna vez, un destacado profesor de la Facultad de Derecho en la PUCP, exdecano de la misma, también exdecano del Colegio de Abogados de Lima, académico reconocido y abogado de gran prestigio, me hizo una confesión sinceramente dolorosa: “Si hay una de las pocas cosas de las que me arrepiento en la vida es el haberme metido en política y, dentro de esa, la peor de todas, el haber aceptado ser congresista”.

No lo culpo. Ya hacia mediados de los 90, el deterioro de la calidad de la representación parlamentaria se mostraba como inexorable.

De esa época hasta hoy, las justificaciones que nos hemos dado como sociedad fragmentada que somos han tenido la misma función de la alfombra que tapa una inmundicia conocida y compartida.

Por ejemplo: “Es el país real y profundo el que se expresa y he ahí sus representantes, es el Perú que por fin ya tiene rostro, así somos los peruanos, etc.”.

Lo que la evidencia muestra con crudeza, más allá de explicaciones sociológicas, antropológicas o históricas (que ciertamente tienen un alto grado de validez), es que tanto el como la mayoría de cargos de representación política en el país son vistos como emprendimientos personales, familiares y económicos. Como podría ser cualquier otra iniciativa empresarial de cualquier peruano promedio.

Acentúo la palabra ‘promedio’ porque no es privativo de determinados sectores socioeconómicos. Aunque no lo sepan, son muchos los factores que unen el caso de un o una congresista ‘mochasueldo’ con un empresario de los casos o ‘’.

Convertido el Congreso y cualquier cargo de representación (ojo, hay varias excepciones que confirman la regla) en emprendimientos, siguen la suerte de muchos negocios en el Perú para rentabilizarse: invertí x; ergo, mi retorno debe ser x+y, trabajo con gente de mi entera confianza cuando no familiares, trato de eludir al máximo la formalidad (laboral, tributaria, parlamentaria o municipal) y tengo un pacto tácito de apoyo mutuo con quienes están en similar situación (otros emprendedores, parlamentarios, alcaldes, etc.).

El emprendedurismo político, al final del día, no divide a sus actores por ideologías ni posiciones programáticas; estas terminan siendo solo herramientas de marketing para ganar o aumentar el patrimonio. Así, el poder es solo un vehículo, no un fin en sí mismo.


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Mario Saldaña C. es periodista