Santiago Pedraglio

La mayoría del Congreso ha votado en primera instancia a favor de una modificación constitucional que pretende eliminar los movimientos políticos regionales al impedirles participar en los procesos electorales de sus respectivas jurisdicciones. El argumento principal: en la rendición de cuentas no pasarían por el mismo control que los “nacionales”, lo que equivale a afirmar que ni la ni el Jurado Nacional de Elecciones () tienen la capacidad necesaria para fiscalizarlos con rigor.

No obstante, la verdadera razón de los partidos promotores de este cambio –que requiere una segunda aprobación por tratarse de una modificación constitucional– es la urgencia de monopolizar la representación política en todo el país. Ante la cercanía de las elecciones generales, les interesa centralizar nuevamente el manejo de la política nacional en Lima y asegurar su continuidad en el poder. Les faltaría cerrar el círculo con el control del JNE y de la ONPE.

La propuesta clausura toda posibilidad de participación por fuera de los partidos “nacionales”. Es más, sus impulsores no se han preocupado siquiera de proponer alternativas de participación regional, tales como partidos regionales regidos por exigencias similares a las de los “limeños” o candidaturas independientes como las hubo en otros períodos. Menos aún han planteado circunscripciones electorales indígenas.

Toda reforma de este calibre requiere transparencia y un amplio debate previo. En este caso, introducida de contrabando en un proyecto que trataba de otro tema, su aprobación termina por ser vergonzosa, además de posiblemente inconstitucional. Implica normalizar la “viveza” como forma regular de saltarse procedimientos y burlarse de las personas, junto con despertar –o profundizar– el sentimiento antilimeño, al obligar a los movimientos regionales a presentar candidatos bajo el paraguas de cualquier partido “nacional”. Un dato a tener en cuenta es que en la última elección regional (2022), de los 24 gobernadores elegidos, 14 lo hicieron en representación de movimientos regionales.

Hay movimientos que pueden estar permeados por intereses ilegales, incluso hay líderes de gobiernos regionales que han merecido justas denuncias por corrupción. No obstante, ¿suprimir la participación de tales instancias de organización política soluciona esos problemas? ¿Acaso los partidos “nacionales” pueden presentarse como ejemplo de buenas prácticas democráticas y de ser inmunes a la corrupción? De hecho, no es gratuito que las encuestas arrojen una bajísima aprobación de este tipo de organizaciones, consideradas instituciones que no generan confianza.




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Santiago Pedraglio es Sociólogo