En el 2020, el Congreso logró un importante avance al implementar la virtualidad, a través de una serie de incorporaciones tecnológicas, a fin de poder continuar sus funciones durante la pandemia. Lo que no se entiende es que, cuatro años después y con el COVID-19 ya superado, los congresistas prefieran atender a las necesidades legislativas desde una pantalla.
Desde el 2022, cuando el Gobierno Peruano oficializó el fin del estado de emergencia por la pandemia, ningún presidente del Congreso ha mostrado la capacidad de regular los parámetros en el uso de la virtualidad. El actual presidente del Legislativo, Alejandro Soto, lo intentó, pero sus medidas solo duraron una semana, y retrocedió ante pedidos de representantes de Perú Bicentenario, respaldados por miembros de la propia Mesa Directiva.
La mayor atención se ha centrado en las sesiones plenarias, en las que vemos un hemiciclo con varios escaños vacíos. Pero el principal problema radica en las comisiones, en las que la situación llega a extremos en los que los grupos de trabajo operan con la única presencia de su presidente. El resto registra su asistencia desde la comodidad del lugar donde prefiera estar.
En ningún caso de virtualidad, salvo las licencias, se le exige al congresista informar las razones o motivos por los que no asistió de manera presencial a la sesión. Ni siquiera se tiene como requisito tener las cámaras encendidas para poder ver sus rostros en la pantalla de transmisión. Así resulta imposible conocer con exactitud si un legislador está siguiendo el debate (la mayoría suele preguntar qué se va a votar cuando pasan la lista final) o si ellos mismos son los que registran la asistencia o su voto (se han detectado casos donde son reemplazados por sus asesores). Esto sin contar las constantes filtraciones de audios, en las que se escucha a parlamentarios hablar de cualquier otra cosa menos del tema en debate (Juan Carlos Lizarzaburu terminó en la Comisión de Ética por un comentario sexista que se le filtró en su audio).
La solución no es tan complicada y no pasa por erradicar la opción de la virtualidad. Se debe empezar por lo más elemental: exigir a los congresistas que mantengan encendida sus cámaras durante toda la sesión, más aún cuando deciden participar.
Para el pleno, si bien no se puede limitar el derecho a voto a los congresistas, sí se pueden establecer criterios claros respecto a su participación en una sesión de exclusiva asistencia presencial. Las decisiones en la máxima instancia, en la que se debaten temas de transcendencia para el país, deben tomarse por congresistas que se esforzarán en entender las problemáticas sobre las que votarán. De lo contrario, solo avivan el pensamiento, cada vez más generalizado, de que los legisladores votan sin leer o sin prestar atención a lo que aprueban.
El Congreso no puede seguir operando como si estuviera en pandemia, y con reglas hechas a la medida de los que no muestran ni un mínimo de interés por las principales funciones legislativas, porque hay congresistas que hasta su semana de representación la siguen haciendo de manera virtual.