Las múltiples barbaridades perpetradas por el Congreso en esta legislatura son de antología. Comento algunos efectos en el exterior de lo que estamos viviendo.
Ser parte de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) ha sido un objetivo de nuestra política exterior por más de una década. Los requisitos de entrada se pueden resumir en tener economías de mercado abiertas, a la vez que democracias sólidas y respeto a los derechos de las personas.
Por el lado económico, estábamos aprobados desde el inicio. Subrayo el pasado porque ahora la pobreza aumenta, hemos caído en el ránking mundial de competitividad e incluso algunos expertos piensan que está en riesgo el grado de inversión.
El gran déficit para ingresar venía siendo el de tener un Estado de derecho frágil, con amenazas a la democracia y libertades, así como niveles altísimos de corrupción.
En octubre pasado, su comité anticorrupción transmitió su profunda preocupación por la primera modificación a la ley de crimen organizado, que redujo al absurdo los plazos para conseguir la colaboración eficaz.
No es difícil imaginar la posición que tendrá frente a la segunda modificación, ya aprobada en primera votación, que reduce los delitos que pueden ser investigados bajo esta ley, entre ellos el de corrupción, y que exige que los allanamientos autorizados tengan que ser avisados a los “afectados” con anticipación para que puedan estar presentes con sus abogados.
Otro frente lo abre la Comisión de Relaciones Exteriores, con su dictamen para la fiscalización de las ONG. Algo en lo que la Agencia Peruana de Cooperación Internacional (APCI) se ocupa desde hace décadas.
Al 31 de mayo la APCI tenía registradas más de 1.700 ONG a las que fiscaliza. Ahí están probablemente todas las que no les gustan al Congreso y también las que les encantan.
Todas ellas, obligadas a presentar declaraciones anuales alineadas con los Objetivos de Desarrollo Sostenible y los del Estado Peruano. También sobre presupuesto, resultados e indicadores, así como evaluaciones y auditorías.
El ‘quid’ del asunto es otro: exigen un registro adicional de las entidades que desarrollan “activismo político” que, según el dictamen, buscan “modificar las políticas públicas nacionales”.
Un ejemplo, la prestigiosa Asociación Civil Trasparencia, creada inicialmente como un espacio plural no gubernamental de fiscalización de las elecciones y que, desde hace un buen tiempo, lo amplió a temas de democracia en general. Una de sus líneas de trabajo plantea: “Elaboramos propuestas normativas y de política pública para mejorar la calidad de la democracia, promovemos la acción ciudadana e incidimos sobre las autoridades para su debida aplicación”.
En el supuesto de que la APCI fuese manejada por funcionarios obtusos o serviles a los poderosos del momento (y vaya que hoy los hay, en no pocas instituciones del Estado), podrían imponerles sanciones gravísimas, si no hay una “correcta utilización de los recursos de la cooperación” (así de vago), incluyendo multas que llegan hasta las 500 UIT.
No es de extrañar, pues, que 15 países cooperantes (todos miembros de la OCDE) y la UE expresen su preocupación y rechazo.
Agréguese el ninguneo y desprecio contra la CIDH y los relatores de la ONU, con argumentos y decisiones similares a las tomadas por las dictaduras de Venezuela y Nicaragua.
No somos el ombligo del mundo. Somos un país pequeño y atorado de problemas. Necesitamos mucho más del mundo que el mundo de nosotros. La endogamia supuestamente protectora de nuestra soberanía y usada como aval de decisiones como las mencionadas nos hace mucho daño.