José Ugaz

La defensa en juicio es uno de los derechos esenciales de las garantías del debido proceso legal. Es un derecho fundamental, pues la “igualdad de armas” con la que deben estar equipadas las partes que concurren a un proceso judicial es indispensable para generar las condiciones que permitan un juicio justo. En ese contexto, la presencia de los abogados resulta de vital importancia.

El Estado, como cualquier otro litigante, tiene la necesidad de estar bien representado por una defensa técnica que lo asista en el juicio. Es allí donde aparece la figura del como abogado del Estado. Sus orígenes en el Perú se remontan a 1936, cuando se promulga la Ley 8489 que crea dos civiles para que el Estado sea defendido por “abogados y no por miembros del Poder Judicial cuyas funciones son distintas a las de defensa”. En 1969 se define su institucionalidad con el Decreto Legislativo 17537 y evoluciona hasta el Decreto Legislativo 1326 del 2017, que reestructura el sistema y crea la Procuraduría General del Estado.

Históricamente, el papel de los procuradores ha sido bastante deslucido. Se ha caracterizado por un conjunto de abogados mal remunerados, con oficinas precarias y carentes de recursos pese a su gran carga procesal y en gran medida mimetizados con la burocracia en la que se encontraban insertos. En esas circunstancias, el Estado participaba con gran desventaja en los juicios frente a sus rivales, procesos que en su mayoría perdía.

Con la creación de la Procuraduría General se buscó revertir esta situación. Se la dotó de autonomía funcional, entendida como el desarrollo de sus actividades libre de influencias e injerencias. Y, para asegurar esta independencia, se incluyó en su estructura un Consejo Directivo, un Tribunal y un procedimiento disciplinario.

La independencia y autonomía de la procuraduría son esenciales a su naturaleza e indispensables para cumplir con sus objetivos. Más aún en materia penal y en una coyuntura como la que atraviesa el país, con altísimos niveles de corrupción que involucran a una significativa cantidad de funcionarios públicos, muchos de alto nivel.

En ese sentido, es usual que un procurador deba denunciar o participar en investigaciones y procesos penales donde los imputados son ministros, congresistas, gobernadores regionales, alcaldes e incluso, como viene ocurriendo en los últimos años, presidentes de la República. Esto no sería posible si el defensor del Estado careciera de absoluta autonomía respecto de estos funcionarios, que usualmente pertenecen a la alta dirección de los ministerios o sectores en los que se desempeñan o con los que interactúan cotidianamente.

Que el procurador general del Estado sea nombrado por el presidente de la República a propuesta del ministro de Justicia, y que esté adscrito a dicha cartera, debilita su posición y limita la independencia funcional de la que debe gozar. Esto se hizo evidente cuando, a los días de denunciar al presidente Pedro Castillo (en funciones) por delitos de corrupción, el procurador general Daniel Soria fue destituido por el denunciado y su ministro de Justicia, sin proceso alguno ni determinación de falta grave, alegando una simple pérdida de confianza.

Tras esa experiencia, la propia procuraduría promovió una reforma legislativa para que el procurador general sea nombrado mediante concurso público por una mayoría calificada de la Junta Nacional de Justicia (órgano autónomo). Además, que solo pueda ser removido del cargo por una mayoría calificada de dicha junta, y se mantenga un órgano colegiado y otro disciplinario que garanticen la meritocracia y transparencia en la selección de los procuradores.

Lamentablemente, dicha reforma no se ha dado. Muy por el contrario, ha surgido una propuesta, nada menos que de la bancada de “Los Niños”, esos congresistas involucrados en actos de corrupción recientemente blindados por la mayoría del . Con el pretexto de dotar de real autonomía a la Procuraduría General y con el argumento de que los congresistas han sido “elegidos por el pueblo y para el pueblo”, proponen que sea el Congreso quien nombre al defensor del Estado y tenga la capacidad de acusarlo y removerlo por falta grave.

Más escandaloso aún: al amparo del principio que consagra al gato como despensero, acaban de aprobar un proyecto de ley para nombrar su propio procurador, sustrayéndolo del sistema de defensa del Estado. Esta propuesta, que cuenta con la oposición de la Procuraduría General, queda ahora en manos de la presidenta Dina Boluarte.

Un Congreso que apuesta sistemáticamente por la impunidad en materia de corrupción, que es capaz de nombrar a un defensor del Pueblo con antecedentes tan cuestionables como los que exhibe, y que, con supina ignorancia, considera que los sistemas supranacionales de defensa de los derechos humanos atentan contra la soberanía del Estado, evidentemente no está capacitado ni en condiciones de elegir y remover a un funcionario como el procurador general del Estado, que debe ser el garante de la defensa de los intereses del Estado. Es decir, de los intereses de todos los peruanos.

Menos aún en un momento en el que claramente se advierte un oscuro pacto de los extremos autoritarios para copar las instituciones y ponerlas al servicio de grupos a los que no les preocupa la solución de la pobreza, la calidad de la educación o las grandes reformas necesarias para el desarrollo del país, sino beneficiarse a costa del Estado desde la posición de poder que han alcanzado como consecuencia de la crisis de representación que nos aqueja.

Para ellos, cooptar una institución como la procuraduría es indispensable para asegurar su esquema de impunidad. Por la salud de la nación, no lo podemos permitir.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

José Ugaz es abogado

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