El papel de la investigación científica crece cada día, como instrumento para mantener la posición del país en un mundo que se vuelve más competitivo y más tecnológico, y también para mejorar la salud, la defensa del medio ambiente y otros aspectos no económicos de la vida nacional.
Pero el conocimiento más crítico que necesitamos no son las leyes de la llamada ciencia pura, de la química, la física y la biología, sino los secretos de la vida social. Descubrir mejores tecnologías agrícolas, mineras y de fabricación textil, y mejores medicinas, tendría un valor muy alto. Pero muchísimo más productivo para la vida nacional sería entender las deficiencias en el comportamiento humano. ¿Por qué tenemos niveles tan altos de informalidad? ¿De corrupción? ¿De delincuencia? ¿Qué traumas de niñez, quizá, nos impiden respetar las leyes del tránsito? ¿O las normas cívicas de las colas? ¿Qué hay en nuestros genes, o en nuestra historia, que nos ha vuelto tránsfugas campeones, tan irrespetuosos de las lealtades institucionales y políticas?
Recuerdo la impresión que recibí hace exactamente cincuenta años, cuando entré un día en el ascensor de un importante edificio en el Centro de Lima. Una pared del aparato estaba tapada por un poster que, en letras muy grandes, anunciaba tajantemente: “Hora Peruana es hora exacta”. Abajo firmaba el “Rotary Club del Perú”. Tristemente, los buenos esfuerzos de los rotarios no han cambiado la cultura, y la hora peruana sigue atrasada. De la misma manera, poco han logrado los esfuerzos de sucesivos gobiernos para eliminar el mal de la tramitología. Como la maleza selvática, las podas sirven solo para que rebrote con mayor fuerza.
¿Qué es lo que no estamos entendiendo de nuestro propio carácter? La crítica es el pan diario de los medios y de los comentaristas, pero, ¿quién se está ocupando de descifrar las raíces de esos comportamientos?
La investigación en general sí viene en aumento. Existen iniciativas loables, como el Concytec y el Fincyt, entidades que la estimulan y financian. Pero el esfuerzo es insuficiente en relación con lo que hacen nuestros competidores, y además, se dirige casi enteramente al mundo de la ciencia física. Es que, en la opinión pública, la investigación científica es equivalente al estudio del mundo físico. Los vicios del comportamiento social y la falta de cultura cívica y de solidaridad se consideran materia para la crítica política o ideológica, material para sermones pero no para el estudio científico.
Felizmente contamos con algunas instituciones que financian por lo menos un limitado nivel de investigación del comportamiento social. Buena parte de lo logrado debe atribuirse a una excepcional innovación institucional, el Consorcio de Investigación Económica y Social (CIES), ha cumplido un cuarto de siglo como intermediario para la obtención y asignación de fondos para temas de investigación dirigidas a conocernos como sociedad. Hoy participan 47 universidades e instituciones y su labor es transparente, cooperativa y meritocrática. Su efectividad ha sido reconocida por el Gobierno de Canada, que quebró su propio reglamento, que estipula que ningún programa de ayuda debe extenderse por más de diez años: con el CIES su ayuda ha continuado ya 26 años.
Pero la necesidad de conocimiento está desbordando los limitados esfuerzos. No podemos seguir limitando ese esfuerzo a las dádivas que llegan del extranjero. La barrera al progreso no es solo la falta de tecnología científica, que además en gran parte nos llega de afuera y a poco costo. Más y más, vemos cómo el avance económico y social se ve frustrado porque no nos conocemos a nosotros mismos como sociedad.