Ojalá el nuevo ministro de Energía y Minas se tome su tiempo para reconsiderar la reforma del sector eléctrico en la que el Gobierno parece estar empeñado. La comisión multisectorial nombrada a tal efecto ha presentado un diagnóstico parcialmente correcto de los males que aquejan al mercado de generación y un tratamiento fundamentalmente ineficaz, que aliviará el dolor en lo inmediato, pero no curará la infección.
Los síntomas de la enfermedad son, primero, que los precios de la energía en el mercado ‘spot’, donde los generadores nivelan su producción y sus ventas, están demasiado bajos; y segundo, que los precios del gas natural que declaran las centrales térmicas para fines del despacho están por debajo del costo total que pagan por el mismo. Ambos tienen un mismo origen, que la comisión reconoce, pero en última instancia esquiva: los incentivos, en la forma de precios garantizados y prioridad de despacho, otorgados a las centrales de energía renovable conocidas como RER.
Esos incentivos han desplazado a las centrales térmicas, que operan menos horas al día que antes y se encuentran con que tienen contratado más gas del que pueden utilizar. Lo que hace cualquier empresa en esas circunstancias, según enseña la teoría económica, es tratar de vender su producto a un precio que, por lo menos, cubra sus costos variables. Y como el costo del gas, adquirido bajo un tipo de contrato denominado ‘take or pay’, es esencialmente un costo fijo, los costos variables son cercanos a cero. No debería sorprender a nadie, por lo tanto, que las centrales declaren precios del gas menores que su costo total.
Pero lo que pasa inadvertido es que se trata de un fenómeno de corto plazo. Si una central vende su energía a un precio que solamente cubre sus costos variables, está perdiendo plata (o ganando menos de lo que debería) porque hay momentos en los que no llega a cubrir todos sus costos. Esa situación puede durar lo que dure el contrato que la obliga a comprar una cantidad mínima de gas. En cuanto venza ese contrato y negocie uno nuevo, ajustará la cantidad mínima de gas que se compromete a comprar a la cantidad de energía que crea que puede vender a una tarifa que cubra su costo total. Ese día declarará otro precio del gas.
La comisión prefiere no esperar la llegada de ese día. Mejor olvidarse de que cada central declare su precio del gas –o, lo que viene a ser lo mismo, la tarifa a la que acepta vender la energía que genere– y encargarle a un programa de computación que decida cuál es el costo verdadero de la generación a gas natural y ordene cuándo deben operar esas centrales; un programa de computación –casi no es necesario decirlo– alimentado por seres humanos falibles. Eso se llama dirigismo, o sea, un intento de dirigir el uso de los recursos económicos, pasando por alto las señales de precios que brinda el mercado.
En la historia de la regulación del sector eléctrico –no solo aquí, sino también en Estados Unidos, por ejemplo– el dirigismo ha producido una sucesión de intervenciones que han aliviado un problema a costa de incubar otros, los cuales, a su vez, han suscitado nuevas intervenciones, que han dado lugar a nuevos problemas, y así sucesivamente. La reforma debe ir en la dirección opuesta: liberalizar todo lo que se pueda el mercado de generación. Después hablaremos de la transmisión.