En diciembre del 2016, Edgar Maddison Welch, de 28 años, fue arrestado en Washington D.C. después de disparar tres veces contra la fachada de la pizzería Comet Ping Pong. Según confesó, había decidido ir a investigar él mismo para poner en evidencia la red criminal de pedofilia y tráfico infantil que operaba en el sótano de ese restaurante, supuestamente liderada por un grupo de políticos del Partido Demócrata que eran, además, cultores del satanismo.
Esta fue una de las teorías conspirativas que surgió en la época de la elección presidencial estadounidense del 2016 y que no solo afectó en ese momento la campaña de Hillary Clinton, sino que pudo ocasionar una tragedia. Cuatro años después, una turba de seguidores de Donald Trump asaltó el Capitolio enardecida por la teoría conspirativa de que a este le habían “robado” la elección, y ahí sí hubo que lamentar cinco muertes.
Hay quienes califican el tiempo que nos ha tocado vivir como la época dorada de las teorías conspirativas. Estas siempre han existido, pero se han visto retropropulsadas por el efecto cámara de eco de las redes sociales, y muy especialmente por la reciente pandemia del COVID-19.
Una teoría conspirativa, para los que no estén familiarizados con este término, es una narrativa estructurada que infiere una determinada causalidad o intencionalidad detrás de un conjunto de hechos que uno aprecia en la realidad, como si hubiere una mente maestra o un grupo de personas con intereses oscuros controlándolo todo desde la sombra. Para mantenerse vigente, requiere que mucha gente crea en ella ciegamente, es decir, incluso cuando la evidencia en sentido contrario es muy contundente.
Muchas son difundidas hoy por sectores de extrema derecha, pero hay estudios que muestran que este tipo de mentalidad conspirativa ocurre en ambos lados del espectro político y que, por ejemplo, tiende a ponerse más conspirativo el sector político que acaba de perder una elección, viéndose seducido por la teoría del fraude no comprobado.
Según el profesor de la Universidad de Louisville, Adam Enders, las teorías conspirativas proliferan en contextos en los cuales la gente se siente más insegura, ansiosa e impotente, que fue justamente el estado emocional en el que nos dejó la pandemia. Tienden a convencer más a personas que ya ven el mundo de forma maniquea (es decir, donde solo hay buenos y malos) o que experimentan una sensación de pérdida de sentido de trascendencia. Los gobiernos y autoridades opacas, por supuesto, también las alimentan.
¿Por qué es importante hablar de esto hoy? Porque muchos políticos han descubierto que una forma efectiva de reengancharse con un electorado crecientemente apático e indiferente hacia la política es inflamarlo con teorías conspirativas que apelan a su lado más emotivo e irracional, para que se adhieran a ellas como si fueran un culto religioso que define su propia identidad. A esos políticos les conviene convertirnos en seguidores rabiosos de lo que sea que ellos inventen, sin importarles si están echándole combustible a un pleito que se puede traer abajo la democracia.
En los 90 hubo una serie muy popular, “Los expedientes secretos X”, que mostraba a un agente del FBI, Fox Mulder, dispuesto a creer cualquier teoría conspirativa, mientras que su compañera, la doctora Dana Scully, aparecía a cada paso usando su razonamiento científico para desacreditarla. En la ficción, Mulder tenía razón, pero en la realidad un número estadísticamente significativo de mujeres que vieron la serie decidieron convertirse en científicas siguiendo el ejemplo de la segunda. A esto se le conoce como el efecto Scully.
Con tanta teoría conspirativa circulando, necesitamos más que nunca gente en ambos lados del espectro político dispuesta a pinchar el globo de aquellas ficciones que no tienen base o sentido alguno, y que solo sirven para inflamarnos y servir a los intereses de algunos políticos.