El 28 de julio, ha dicho Pedro Castillo, “iniciando el mensaje a la nación, vamos a poner frente al Congreso el primer pedido del pueblo: que agende inmediatamente la instalación de la asamblea nacional constituyente para redactar la primera Constitución del pueblo”.
El profesor Castillo se instala, así, en la función presidencial, al mismo tiempo que fuera de ella. Es clara la prioridad que le da a una nueva constitución, pero es clara también su desorientación con respecto a las tareas de un presidente.
Un presidente no puede pedirle al Congreso que disponga la instalación de una constituyente. El Congreso no puede hacer algo así. No tiene esa facultad.
La única vía para “instalar” una constituyente sería un golpe de Estado; es decir, un quiebre por la fuerza del orden constitucional.
La teoría de Castillo es que no podría resolver los problemas del país si no se cambia la actual Constitución. Para que él pueda gobernar, hay que sustituir la Carta vigente por una nueva.
“El 28 de julio, asumiendo el mandato, no me puedo convertir en mago para resolver los problemas de inmediato, porque nos tiene atados esta Constitución”, dijo en una reunión con dirigentes sindicales en el Rímac, el jueves pasado.
En una administración castillista, entonces, ¿el gobierno se cruzará de brazos hasta que aparezca una nueva constitución?
Lo que se pide a un gobernante es que gobierne. Ante todo, y primero que todo, que gobierne bajo el mandato de la ley. No de la ley que habrá en el futuro, sino de la ley vigente.
Lo primero que debe plantear un próximo presidente en su mensaje a la nación son los lineamientos de ordenamiento de la cosa pública, de la administración de los recursos y del aparato público.
Hacer de una constituyente parte de un programa de gobierno es improcedente. Hacer de ella una condición de gobierno, un despropósito.
El Congreso no puede disponer la instalación de una asamblea constituyente. El Congreso solo puede reformar la Constitución según sus propios preceptos.
La única forma de imponer una constituyente es a través de un golpe de Estado.
La Constitución de 1979 fue producto de una asamblea convocada por un gobierno militar. La Constitución de 1993 fue producto de una asamblea convocada tras el autogolpe de 1992.
Pedro Castillo quiere hacer de la bandera de la constituyente la piedra angular de su gobierno. No podrá, y menos podrá lanzar esa campaña sin agredir a la institucionalidad.
No es que se ignore la imposibilidad legal del proyecto constituyente. De antemano, Castillo advierte que si el Congreso no propicia los cambios que él indicará, recurrirá a las calles, para movilizar a la gente.
La “primera Constitución del pueblo” no debería tener muchos artículos, sino “olor, color y sabor a pueblo”, refirió Castillo. Es decir, el contenido sería más producto de las preferencias de un presidente que de las decisiones soberanas de una asamblea.
El “pueblo” solo es aquí una ficción para encubrir una voluntad presidencial, que puede cambiar a cada momento, según las necesidades de un gobierno, y no según los requisitos de un estado de largo plazo.
Las constituciones sirven para limitar a los gobiernos, no para darles licencia para la arbitrariedad.
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