Un aspecto no abordado en el debate en torno a la acusación de la obra teatral “La cautiva”, calificada de apología al terrorismo por algunos, es el referido al mercado del teatro en el Perú. No es desdeñable que el anuncio de denuncia del procurador antiterrorista Julio Galindo –que al final no prosperó– ocurriera en el contexto del denominado “boom del teatro peruano”; es decir, el crecimiento de la demanda por puestas en escena de todo calibre y calidad (y de su utilidad monetaria asociada).
La ampliación de la clase media peruana durante la última década ha disparado el consumo de bienes culturales (sobresalen la gastronomía, el teatro y la moda). El desarrollo de tales “industrias” alcanza niveles de sofisticación organizacional, incluyendo estudios de sus públicos objetivos. Así, la creación dramática es influida por las características socioeconómicas de los espectadores, complaciendo a públicos diferenciados.
Me llama la atención la visibilización de dos tipos de público. Por un lado, la mesocracia emergente –una suerte de ‘choloburguesía’– tiende a espectáculos más “digeribles”, protagonizados por estrellas mediáticas y géneros ágiles (como los musicales). En el pasado queda la risa fácil del café-teatro ochentero y surge el ‘stand up comedy’, así como fenómenos populares como “Perú ja ja” que remontan la capital.
Por otro lado, también resalta un público más sofisticado, con mayor poder adquisitivo (capaz de pagar ochenta soles por una función regular), más exigente en complejidad dramatúrgica; y que ha generado una demanda teatral a la altura de sus dilemas sociales. Así, la memoria histórica y otras preocupaciones posmodernas ganan adeptos, no necesariamente con afán pedagógico sino como espectáculo que remueve las conciencias de un tipo de clase alta, la más académica y culposa. ¿Qué mayor contribución a la “confusión social” que asistir –desde una cómoda butaca de Larcomar– a la dramatización de un acto necrofílico en el que el cadáver de una joven ayacuchana es profanado por militares?
A diferencia de la delación de apología al terrorismo suscitada por la exposición artística promovida por Movadef en un sótano del Centro de Lima, el conato de denuncia de Galindo ha generado amplio y contundente rechazo (justificado, por cierto). Pero no solo porque la acusación de ensalzamiento al terrorismo no se sostenía fácticamente, sino también porque –¿involuntariamente?– cuestionaba los hábitos de consumo de nuestro ‘establishment’ limeño (remeciendo incluso la integridad de una de las productoras teatrales más poderosas y expansivas del medio).
El problema es más complicado que un defensor del Estado con sentido común extraviado. El meollo estriba en la deficiencia de la legislación vigente, imprecisa en su concepción de apología al terrorismo, que la justicia transicional (pos-CVR) no actualizó. A ello se superpone un contexto donde el consumo “progre” de la memoria histórica se propaga cuestionando los límites (no acordados por la polarización ideológica en torno al pasado violento reciente) de lo políticamente correcto. Así, tanto técnicos de la seguridad (Dircote) y censores públicos (procuradores) se desconciertan, mientras usted consume algo de cruda realidad marca Perú una noche cualquiera antes de ir a cenar a su restaurant top favorito que, por cierto, no tiene licencia municipal. Pero esa es otra historia. ¿O quizás sea la misma?