Jaime de Althaus

La refrescante novedad en medio de la desesperanza general ha sido la aparición del movimiento Propuesta Ciudadana liderado por la joven Natalia Rodríguez que busca reunir 250 mil firmas para presentar al un proyecto de reforma constitucional para aprobar el adelanto de y las primarias obligatorias en los partidos.

Se puede discutir si ese es el cambio que se requiere en los partidos, pero lo que no se puede discutir es que necesitamos un involucramiento mucho mayor de la sociedad civil en la demanda de reformas que ayuden a frenar la deriva hacia la descomposición general del sistema democrático y del Estado. Y que, sin esas reformas, unas elecciones adelantadas no garantizan que volvamos a una situación de gobernabilidad democrática que le devuelva viabilidad al país.

El adelanto de elecciones generales, como sabemos, recoge el sentimiento de “que se vayan todos”. Pero ese sentimiento entraña un rechazo a toda la clase política, a todos los partidos, al Congreso como tal. Implícitamente, entonces, a la propia democracia liberal, basada en pesos y contrapesos, en controles horizontales.

Pero ocurre que no hay democracia sin partidos políticos y sin Congreso. El pedido de que se vayan todos esconde, entonces, la demanda por un líder fuerte o autoritario que ponga de lado la clase política sin parar mientes en las formalidades democráticas, suprimiendo controles horizontales. La anarquía y el caos alimentan esa demanda.

Y si bien, dentro del ‘corsi e ricorsi’, lo lógico sería que el fracaso de una opción de izquierda lleve a la elección de un presidente de derecha o de centro, nada lo asegura. Estamos en la era de la posverdad, de las “narrativas”, y no sabemos cuál de ellas triunfe en una elección que se produciría en medio de la recesión, la inflación y la angustia económica de las mayorías.

Que sería, además, el caldo de cultivo perfecto para la oferta populista. Como han explicado Yasha Mounk, Moisés Naim y otros, el populismo está poniendo contra las cuerdas a la democracia en muchas partes del mundo. El líder populista elimina controles democráticos y concentra el poder con el pretexto de luchar contra los enemigos del pueblo, que son los partidos políticos o los inmigrantes o los monopolios o las empresas extranjeras, o lo que fuere. Y el problema es que una vez que se ingresa a esa ruta, la velocidad de la descomposición democrática se acelera cada vez más. Los partidos tradicionales orgánicos desaparecen y surgen opciones cada vez más radicales o estrafalarias. El caso de Italia, que desde Berlusconi no ha visto sino degradar cada vez más sus liderazgos, es notorio, pero no es el único.

Nuestro sistema de partidos estalló a fines de los 80 con la hiperinflación y el avance de Sendero Luminoso, al punto de que un ‘outsider’ insurgió precisamente contra la “partidocracia”. El sistema de partidos se fragmentó cada vez más y nunca se recuperó. Los dos partidos ideológicos que nos quedaban, el Apra y el PPC, perdieron su inscripción. Uno que, contra la corriente, se construyó en la última década y media, Fuerza Popular, casi pereció perseguido por sus propios errores y por un populismo judicial que actuó en convergencia con el populismo político de Martín Vizcarra, que no paró hasta cerrar el Congreso. Ese hecho aceleró la anarquía que vivíamos desde el 2016, hasta desembocar en Pedro Castillo.

Como se ve, no hay razón para que esta espiral de deterioro no se agrave eligiendo a un populista radical en una próxima elección. Se requiere mayor unidad de las fuerzas políticas, nuevos liderazgos y la movilización de la sociedad civil para demandar las reformas que apunten a un sistema político funcional, comenzando por la bicameralidad, distritos electorales pequeños y partidos con centros de pensamiento. Estamos a tiempo.

Jaime de Althaus es analista político

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