Enrique Planas

Odio el reloj despertador por la misma razón por la que odiamos un colchón incómodo: no hay nada más precioso que nuestro sueño. Lo odio porque es predecible, repetitivo, inflexible, intolerante. Odio Nuevo Hampshire, la ciudad de Estados Unidos donde se inventó, y odio al relojero Levi Hutchins, que en 1787 impuso el ruido del timbre por sobre los rayos del sol y del gallo madrugador. Más interesado en el despertar matutino que en los negocios, Hutchins nunca patentó su invento y sería el francés Antoine Redier, medio siglo después, el primero en patentar un reloj despertador ajustable. A él también lo odio.

Detesto que ninguno de estos mecanismos haya conseguido despertar el entusiasmo de la gente. Si es verdad que solo presumimos de lo que amamos, está claro por qué no hay despertadores bañados en oro, como ocurre con sus primos, los relojes de pulsera.

Odio el reloj despertador porque contradice el reloj biológico con el que llegamos desnudos a esta tierra, y porque me niega esos cinco minutos extra en la cama. Lo odio porque es mala compañía para insomnes y para quienes sufren de dolor de muelas.

Odio el despertador porque intenta ahogar el sonido de mis ronquidos. Los creyentes repiten a menudo que al que madruga Dios lo ayuda. Yo prefiero pensar que no por mucho madrugar amanece más temprano.

Si forma parte de nuestra intimidad sobre la mesita de noche, lo toleramos solo por la misma razón por la que estrechamos la mano del recaudador de impuestos: somos demasiado obedientes ante la autoridad. El reloj despertador no solo destruye nuestros sueños: también nos recuerda que formamos parte de un mecanismo más grande, que somos engranajes de un sistema que necesita vernos despiertos frente al escritorio. Lo odio porque nos obliga a llegar a tiempo a compromisos que no queremos cumplir. Odio el reloj despertador porque me hace sentir culpable después de haberlo lanzado contra la pared, relegándolo al frío rincón de la tecnología obsoleta, a punto de convertirse en antigüedad.

Pero la razón mayor por la que desprecio al reloj despertador radica en haber sabido disolverse en aparatos más recientes: tostadoras de pan, microondas, hervidores y, cómo no, celulares. Debo redefinir el objetivo de mi odio: aceptando la tiranía del tiempo, acostumbrado al mordisco del reloj de pulsera en la muñeca, concluyamos que nuestra relación con el clásico despertador ha llegado a su fin.

Ahora odio cualquier aparato travestido en despertador, a los que ni siquiera podemos dar cuerda o ajustar el sonido de sus campanas. Tras la caída del antiguo régimen relojero, nuevas máquinas han tomado el poder: sucedió mientras nosotros seguíamos durmiendo.

Enrique Planas Redactor de Luces y TV+

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