En las sociedades democráticas existe un control concentrado del ejercicio del poder punitivo y de la policía que descansa en instituciones ‘ad hoc’ que técnicamente se conocen como entidades fiscalizadoras superiores (EFS): las contralorías generales, los tribunales de cuenta, etc. Estas entidades no son las únicas instituciones públicas que luchan contra la corrupción en un Estado. Hay también otras entidades como la procuraduría, la fiscalía, el Poder Judicial, la Defensoría del Pueblo y el Congreso de la República.
Si se me permite la comparación, la interacción entre estas instituciones de fiscalización debería permitir una serie de coordinaciones eficientes que permitan desmantelar las desviaciones en la aplicación del orden social, al mejor estilo de un ecosistema. Sin embargo, desde hace unos años, lo que vemos es una permanente crisis que no solo nos indigna, sino que además nos interpela acerca de lo que está pasando en las entrañas de ese ecosistema de control.
Más aún, surge la imperiosa pregunta de si tiene o no solución una crisis tan compleja de desenmarañar como la que actualmente afecta al Ministerio Público y su constelación institucional.
Por ello, tal vez sea pertinente retroceder a otra institución que años atrás también era sujeto de cuestionamientos: la Contraloría General de la República (CGR). Recordemos que hacia el 2017 esa institución afrontaba una crisis institucional debido a la salida de su anterior contralor y como consecuencia de una acusación constitucional del Congreso de la República. La respuesta a esta situación fue una serie de acciones de reforma.
Coincidentemente, esta semana tuve la ocasión de participar en parte de esas acciones que han permitido mejorar la percepción de una institución otrora tan golpeada por las inconductas funcionales. Mi participación como parte del jurado de la primera ‘hackatón’ –una reunión que reúne a programadores, innovadores y ciudadanos interesados en las cosas públicas para formular soluciones durante varios días a modo de una maratón– de la CGR me permitió adentrarme en el mundo del control social ciudadano y en manos de gente joven, gracias al uso de la tecnología digital.
¿Puede realmente la ciudadanía ayudar a disminuir los niveles de inconducta funcional en las entidades de fiscalización? La respuesta es sí, y está basada en la propia experiencia empírica que la CGR viene acumulando gracias a la activa participación de los ciudadanos que ellos llaman “monitores ciudadanos” y que yo calificaría como hackers cívicos.
Detrás de este grupo de ciudadanos empoderados por la propia CGR y de estas convocatorias a gente vía las ‘hackatones’, hay un cambio de enfoque del control. Antes prevalecía el control posterior. Hoy los esfuerzos están concentrados en el tiempo previo, en el enfoque preventivo y no solo punitivo, de modo que la institución de control pueda anticiparse a actos de corrupción de manera más célere.
Pero para que este enfoque de verdad sea efectivo, necesita más socios en el ecosistema. Más disrupción.
Es ahí donde cobramos gran importancia nosotros, los ciudadanos. Aquí surge un binomio potente entre el control social a través de la participación ciudadana (lo que aumenta la cobertura de las acciones de control) y la tecnología digital (al permitir que los ciudadanos dispongan de más información para contribuir con la fiscalización pública) que es necesario seguir explorando más.
La crisis que hoy asola al Ministerio Público tiene que convencernos de que no es solo un problema de “fiscales”, sino que es un problema de todos. No podemos seguir llegando tarde cuando el incendio ya se consumó. La lucha contra la corrupción solo funciona cuando todos los involucrados, incluyéndolo a usted y a mí, se orientan a un mismo objetivo. Y en esa tarea la información de calidad que las tecnologías nos facilitan hoy es crítica para corregir. El control social previo es necesario hoy más que nunca: necesitamos de más ‘hackatones’, de ciudadanos vigilantes y de mucha más tecnología cívica para evitar el siguiente gran fogonazo.