(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

Escribo desde una decepción. Nunca pensé ser tan tonto como para no darme cuenta del terreno que piso. Pero ocurre que sí, que puedo ser incluso mucho más tonto. Estos pensamientos se desataron en mi cabeza a propósito de la caída del gobierno de Kuczynski. Acontecimientos inesperados que nos fuerzan a colocarnos frente a una perspectiva distinta de ver la política peruana.

Por alguna razón, desde la caída de Fujimori en el año 2000, las fuerzas autoritarias comenzaron a ser vistas como si estuvieran en un retroceso histórico frente al avance de las luchas contra la mentira y la corrupción. Esta manera de ver las cosas se evidenció sobre todo en la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), especialmente durante el gobierno de Alejandro Toledo, en quien muchos quisimos ver una suerte de restauración democrática, bajo el empeño de la lucha contra la corrupción.

Ya en ese entonces estábamos equivocados, pues lejos de fomentar una cultura de la honradez el gobierno de Toledo inició el cobro de las grandes coimas a las empresas constructoras. Pero en ese entonces muy pocos sabían del vuelo que iría tomando la extensión de la corrupción en el manejo de la cosa pública. Por tanto, la mayoría pensaba que el impulso moralizador habría de rendir grandes frutos en los años siguientes.

Desde entonces se tendió a pensar que estábamos en una fase prometedora en la lucha contra la corrupción. No menos ilusión despertó la lucha por construir una memoria histórica que fuera una garantía de justicia. Pero las esperanzas en torno a que el gran relato de la CVR pudiera generar consensos restauradores fueron diluyéndose conforme se hacía evidente que el Estado Peruano había escogido, siguiendo el modelo norteamericano, una política terrorista para luchar contra el terrorismo.

En la sociedad peruana la causa de la justicia no tuvo un gran arraigo, de manera que el informe de la CVR no fue realmente procesado. Muchos se negaron a leerlo, pues lo consideraron una apología del terrorismo. Como si en la CVR reinara una simpatía por Sendero Luminoso. No hubo manera de hacer entender que una cosa es comprender, y otra, muy distinta, justificar. Sobre todo desde el fujimorismo se trató de acallar toda perspectiva independiente, cualquier crítica a la política antisubversiva del Estado.

Solo con una extrema lentitud los temas de la CVR comenzaron a tener un cierto público. Una audiencia hecha más difícil y complicada por la constante satanización a la que estaba sujeto cualquiera que no reivindicara una acción antiterrorista categórica.

Pero quizá lo más sorprendente de todo fue el regreso a gran escala de los procesos de corrupción, acicateados por el cinismo de muchos políticos que aprovecharon del momento para llenarse los bolsillos, y que contaron con el apoyo de muchos en las clases medias y populares.

Este apoyo llevó a la impunidad de muchos crímenes. A una actitud benevolente con la violación de los derechos humanos. Pero, a la larga, lo peor de todo fue la restauración de la inoperatividad de la ley. No había muchos frenos para el abuso. Entonces se dan las condiciones perfectas para una extensión de las prácticas corruptas de modo que su proliferación se hace exponencial. Paradójicamente, no llegamos a advertir que bajo el manto de la lucha contra la corrupción se había naturalizado una tendencia a legitimar lo transgresivo como algo normal. La lucha se estaba perdiendo, pero muchos aún creíamos que estábamos a la ofensiva en materia de pugna por la moralidad. Es preciso darnos cuenta, y eso se lo debemos al descarado cinismo de Kuczynski, de que quienes dieron las peores lecciones contra la moralidad pública fueron las clases aristocráticas. Esparciendo el mal ejemplo en todos los niveles de la sociedad. Haciéndose admirar por su cara dura.

No es tampoco que el Perú sea un país totalmente corrupto, pues es clara la presencia de grupos que pugnan por el restablecimiento de la moralidad. Pero ciertamente no sabemos mucho de estos grupos con los cuales es tan urgente un compromiso que impida la destrucción total de la fibra moral de la sociedad peruana. Felizmente, se suele escribir desde la posibilidad. Esto significa que la gente que lucha contra la corrupción tiene en sus manos la iniciativa histórica.