Cuando se trata de proteger derechos, deben garantizarse –al menos– objetividad, razonabilidad, imparcialidad e independencia.
Constituye un avance de la humanidad suscribir tratados internacionales sobre derechos humanos. Conforme a la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969, los estados se obligan a cumplirlos una vez que forman parte de ellos.
Si un país desea retirarse de un tratado internacional, debe denunciarlo –generalmente– según las disposiciones del mismo tratado. En nuestro caso, corresponde al presidente denunciar un tratado internacional previa aprobación congresal.
Cuando el dinero y el poder se anillan en las instancias que acusan o juzgan, el conflicto de intereses es inevitable. El dinero suele corromper el criterio del decisor.
El Sistema Interamericano de Derechos Humanos recibe fondos regulares y extrarregulares. Los primeros provienen de los países que integran la OEA y los segundos llegan de países no americanos –una vergüenza a estas alturas–, de empresas y ONG transnacionales como Open Society, fundada por George Soros.
En abierta injerencia, todos apoquinan puntualmente condicionando contenidos, objetivos y evaluaciones de programas e iniciativas que suelen interferir con nuestra soberanía. Pateando al mismo arco, la CIDH, la Corte IDH y sus programas especiales suelen violar los principios más elementales sobre los que se erigió el derecho internacional, la Carta de las Naciones Unidas y el propio Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
Así, los actuados por la comisión y por la corte carecen –con inequívoca recurrencia– de imparcialidad. Sus argumentos políticos son revestidos de legalidad y sus miembros no pueden engendrar justicia alguna por cuanto abdicaron de la objetividad, razonabilidad, imparcialidad e independencia.
Por sus resultados los conoceréis, reza un proverbio.
La comisión y la corte frecuentemente persiguen a quienes defienden la democracia y el orden público, y premian a quienes los violan, terroristas o no. Cuando asesinaron a los siete policías en febrero pasado en el Vraem, los honorables no levantaron su baldío grandor, pero ni bien el golpista Castillo conoció los barrotes arribó una comisión para “verificar su estado de salud”, viaje fraudulento e insultante por tendencioso, costoso e innecesario.
Los principales institutos interamericanos han sido copados, acaso asaltados, y actúan con impunidad. Hasta un presidente responde por sus actos, pero los hermanados comisionados y magistrados no responden ante nadie. Sin siquiera haber escuchado algo del todopoderoso dios escandinavo Odín (padre de Thor), se desempeñan como él. Odín edificó para sí su palacio y su trono desde los que disponía de todo y de todos sin vergüenza ni límites.
Recordando que el dinero es un gran poder fáctico, que el bolsillo es el órgano más sensible del cuerpo humano y que proliferan nuestras debilidades, imaginemos un símil.
¿Qué sucedería si nuestra fiscalía o nuestro Poder Judicial recibieran fondos privados nacionales y extranjeros? ¿No sería un inaceptable atentado contra el Estado de derecho que tanto nos cuesta preservar?
Cabe mencionar que inicialmente los fondos de la comisión y de la corte debían provenir del presupuesto de la OEA para no depender de una contribución directa, evitando así el conflicto de intereses a la hora de resolver los casos.
Los países que adherimos al Pacto de San José hemos sido incapaces de subsanar los enormes vicios y pareciera hoy un imposible fáctico hacerlo por cuanto la promoción y defensa de los derechos humanos jamás se garantizan mediante su violación.
La ensimismada burocracia interamericana no ha alumbrado ni cinco líneas autocríticas.
Resultando indispensable erradicar el direccionamiento ideológico, toca emprender uno de dos caminos: o se batalla desde dentro para erradicar sus múltiples males –incluidas auditorías contables y de cumplimiento de normas éticas– o se denuncia el tratado.
Pareciendo un imposible la reforma interna, sospecho que cabría denunciar el Pacto de San José y que podemos promover y proteger nuestros derechos humanos con nuestras instituciones y desarrollada jurisprudencia. ¡Batallemos!