En una reciente encuesta de Ipsos, el 22% de los encuestados afirmó que no se vacunaría para prevenir el COVID-19, incluso si la inoculación fuese gratuita.
Esta resistencia, a sabiendas de la tragedia que vivimos a consecuencia del nuevo coronavirus, es alarmante. Entre las razones para la negativa encontramos creencias inadmisibles: 46% disputa la eficacia de las vacunas, otro 40% asume que podría causarle otra enfermedad y un sorprendente 11% cree que la vacunación sería un troyano para implantarles un microchip para rastrearlos. Otro increíble 5% apela a la xenofobia.
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¿Cómo llegamos a esto? A poco de cumplir 500 años de la revolución científica, ¿cómo así hemos involucionado en un ámbito tan esencial como la toma de decisiones sustentadas en hechos comprobables y no en creencias mágico-religiosas o guiadas por un simple afán político-ideológico?
La respuesta es complicada, pero no inabordable. Para empezar, el 66% de los encuestados considera que el virus fue creado en un laboratorio, es decir, el patógeno tendría un origen humano, no animal, un hecho que ha sido largamente probado como falso por la ciencia. De distintas maneras, los expertos han llegado a lo mismo. Sea por análisis genético, por la historia evolutiva del virus, o por un análisis del comportamiento de este, no existen dudas de que proviene de fuente animal. Y lo contrario apunta en la misma dirección: un virus creado en un laboratorio deja “marcas” en su secuencia genética (una “firma genética”).
¿Cómo entonces llegamos a esto? Creo, en simple, que el problema empieza en los líderes (políticos, sobre todo, pero no exclusivamente) que por distintas razones e intereses apelan a teorías conspirativas, y seguidores que, por afán de pertenencia, o desinterés, se muestran abiertos a seguir una línea discursiva que refuerza, a fin de cuentas, sus propias creencias. El ejemplo más notable es el presidente estadounidense, Donald Trump, quien ha hecho todo lo posible por minimizar la pandemia y en ese empeño ha liderado una campaña global de desinformación sobre tratamientos, casuística y características del virus, entre otros. Con los costos en vidas humanas que todos conocemos.
De igual manera, a nivel local, un sector político-ideológico asociado a la derecha conservadora refrenda y propaga disparates, mientras en simultáneo busca culpables de la tragedia sin considerar el daño que sus acciones producen día a día.
En pocos meses los peruanos acudiremos a las urnas, y por ello es importante –ahora más que nunca– que asociemos estos discursos e identifiquemos el comportamiento oportunista de este sector. Que el Gobierno ha manejado desastrosamente los aspectos sanitarios y económicos es una verdad inobjetable. Entre aceptar eso y suministrar teorías que perjudican la vida de miles de personas (por ejemplo, respecto al uso y eficiencia de las vacunas) hay un gran trecho. Si el 20% de la población peruana no se vacunara (cuando esté disponible y, por supuesto, habiendo cumplido los protocolos), será imposible que erradiquemos el virus, con todos los costos en vidas humanas, sociales y económicos que ello supondría.