(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Descubrí a The Cranberries en la universidad, mientras perseguía a una compañera de estudios que nunca me hizo caso. Yo me reía demasiado de sus chistes y buscaba cualquier excusa para tenerla cerca, sentir su olor, tocarle un codo. Pero me sentía completamente incapaz de dar el paso, y me fui convirtiendo en su mejor amiga.

Ocurrió lo típico: me soplé entera la tragedia de su amor por un perfecto imbécil al que ella seguía como una idiota. Supe de sus labios carnosos cada desplante de ese patán. Y después de seis meses, cuando él tuvo la amabilidad de abandonarla definitivamente, me lancé. Ella me rechazó. Me dijo que yo era “como su hermano”. Yo habría preferido una cachetada.

Por alguna razón, la canción “Linger” hablaba de todo eso, aunque en realidad nunca escuché la letra, y ni siquiera entendí el título. Solo sé que la voz de Dolores O’Riordan, infantil y melancólica, tenía la fragilidad de esas ilusiones que nacen absurdas y mueren por necesidad.

El año siguiente salió “Zombie”, pero mi recuerdo de esa canción se halla integrado en otra etapa vital. En la segunda mitad de los noventa, yo trabajaba como empleado público en el Centro de Lima. Casi todos los días había alguna marcha contra el Gobierno, que yo aprovechaba para manifestarme un rato antes de almorzar. Más de una vez acabé tomando aperitivo de gases lacrimógenos. Eso me enseñó que no solo se llora por amor.

“Zombie” era la banda sonora perfecta para la protesta. La voz celta de Dolores sonaba poderosa y visceral, como si hubiese crecido marcada por la rabia. Como hermanos gemelos, los Cranberries y yo nos habíamos hecho adultos juntos.

En los años del nihilismo grunge el mundo no se permitía soñar. Los Nirvanas y los Alice in Chains se torturaban y suicidaban, ahogados por el mismo capitalismo que los convertía en estrellas. El glam había muerto (por suerte). Pero Cranberries, con su sonido indie y su sencilla honestidad, le daba dignidad a la ternura. Era lo más cercano al pop que podías permitirte sin que tus amigos alternativos te retirasen el saludo.

Veinte años después, he aprendido que la mediana edad es ese momento en que se mueren los rockeros. Bueno, los que sobrevivieron a ser rockeros, no Kurt Cobain. Digamos, la segunda generación de muertos. La gente que te hizo bailar y besar y pensar durante tu adolescencia empieza a desaparecer, para recordarte que nadie es eterno, y por lo tanto, tú tampoco.

Yo estaba dispuesto a soportar la desaparición de David Bowie, que tenía la edad de mi padre y había estado toda la vida. O incluso la de Prince o Michael Jackson, que para mí habían sido cantantes de los ochenta. Hasta podía admitir el fallecimiento de Gustavo Cerati dentro de las leyes de la naturaleza, porque su voz comienza en mi cabeza como un recuerdo de infancia. Pero Dolores llegó a mi vida en la mayoría de edad. Casi tiene los mismos años que yo. He entrado a la etapa en que podría ser un rockero muerto.

Aunque yo llegue a viejo, muchas cosas han muerto esta semana con Dolores O’Riordan: una fiesta de 1995 en la que diez borrachos se quedaron a dormir en mi cuarto. Un beso que estuve a punto de dar, y dos o tres que sí llegaron a destino. Varias jornadas de estudios de latín que acababan en carcajadas de madrugada. Mil aventuras estúpidas que nunca volveré a tener. Donde quiera que estés, Dolores, guarda todas esas cosas. Por favor, querida, cuídamelas hasta que llegue.