Las sucesivas crisis políticas que venimos experimentando en el Perú nos han convencido de que hacer política es un ‘negocio’ sustentado en el griterío, el lapo, la ausencia de sentido común, la popularidad y algo de simpatía. De ahí, por ejemplo, que ya hayamos asumido que el Parlamento es una institución inútil debido a que la gran mayoría de los personajes que lo conforman –los parlamentarios– tienen el don de la infructuosidad.
Por ello, es totalmente legítima –entre tantas– aquella demanda que exigen los que protestan, vinculada al cierre del Congreso o, lo que es lo mismo, al cese laboral de toda su planilla. Es que son muy mediocres estos parlamentarios. Y lo son incluso cuando quieren contarnos el cuento de que en verdad les interesa el Perú. Los debates inútiles que hemos apreciado en los últimos días para lograr un adelanto de elecciones consensuado no hacen más que mostrar en su integridad la calidad de legislativo que tenemos.
Y como si no fuese poco, a los debates inútiles en torno del adelanto de elecciones ahora también tenemos que sumarles las ininteligibles opiniones de parlamentarios que se pasean por los medios defendiendo la pertinencia o no de establecer en el país una asamblea constituyente.
Pero como no hay mal que por bien no venga, observar la forma en que los congresistas del país se despachan opinando sobre la Constitución Política y su contenido tal vez sea el arma más contundente para convencer categóricamente a quienes creen que esa iniciativa tiene espacio hoy de su total inconveniencia.
Entonces, ¿estamos los peruanos condenados a una maldición sin fin? ¿Debemos conformarnos con seguir colocando en el Legislativo a personajes tan chapuceros? Y, como no hay mal que por bien no venga, tal vez ver este nivel de mediocridad tan atroz nos empuje a promover mejores representantes en las próximas elecciones.
Por lo pronto, y ya que la efervescencia electoral está en alza, bien podrían intentar los nuevos partidos inscritos –y los que están en proceso de inscribirse– de construir alguna propuesta que no se agote en la mera travesía al poder.
Por ejemplo, una forma de elevar el nivel de sentido común en el Legislativo puede alcanzarse colocando alrededor de los partidos políticos organizaciones pensantes que puedan dotarlos no de expertos, sino de ideas e iniciativas que bien podrían convertirse en políticas de Estado en caso de que lleguen a ser gobierno.
¿Es esto mucho pedir? Pues, de acuerdo con el mejor ‘benchmarking’ que ahora tenemos disponible –el Índice de Democracia de “The Economist”–, países con democracias –casi– perfectas como Noruega o Uruguay se caracterizan por organizar la actividad política en base a una suerte de ‘ecosistema’.
¿Qué significa eso? Pues que los partidos políticos y sus miembros no son átomos aislados de la sociedad civil a la que solo acuden para hacer labores de responsabilidad social o a la caza de un voto. No. Los partidos políticos influyen todo el tiempo, en épocas de paz y de guerra, y lo hacen a través de organizaciones y redes ‘ad hoc’, tales como los centros de pensamiento (‘think tanks’ o TT) o centros de acción (‘do tanks’).
Mas precisamente, crear un TT bajo el alero de un partido político –o cerca de él– garantiza a los ciudadanos que, al menos, primará el sentido común de lo que se ofrezca, dado el cotejo de ideas –propias o adoptadas– y, con ello, lograr diluir en algo las chapuzas y a los chapuceros.
Por último, tener cerca a estas organizaciones puede ayudar también a romper la maldición del corto plazo, esa que nos ha quitado la ilusión de forjarnos como un colectivo a cambio de ser un puñado de identidades fragmentadas.