“La revolución ciudadana recién se ha iniciado y nadie la podrá parar mientras tengamos a un pueblo unido y decidido a cambiar. El primer eje de esa revolución ciudadana es la revolución constitucional. El mandato de la ciudadanía fue claro: queremos una transformación profunda, nuestras clases dirigentes han fracasado”. Estas fueron las primeras palabras del expresidente de Ecuador, Rafael Correa, el día que asumió el cargo en enero del 2007.
Las frases de Correa tenían una resonancia especial en los oídos ecuatorianos de ese día. Durante la década anterior habían visto desfilar a nada menos que siete presidentes. Ninguno de los tres elegidos por voto popular (Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez) pudo culminar su mandato. La convulsión política de esos años fue el escenario ideal para que emergiese un personaje como Correa –un líder populista y autoritario que cambió la Constitución a su antojo y se quedó más de 10 años en el poder–. El año pasado, la Corte Nacional de Justicia de Ecuador solicitó la extradición desde Bélgica del exmandatario debido a la sentencia que recibió en el 2020 por casos de corrupción.
Un año antes, en Bolivia, Evo Morales tomaba la presidencia de su país y prometía refundar el “Estado colonial” que había heredado. El contexto de su elección no fue muy distinto del que encumbró a Correa. Gonzalo Sánchez de Lozada había ganado los comicios en el 2002, pero recién culminado el primer año de su gestión enfrentó fuertes protestas y bloqueos de las vías más importantes del país debido a la aparente decisión de vender gas boliviano a través de puertos chilenos. Los enfrentamientos dejaron más de 60 fallecidos y precipitaron la renuncia de Sánchez de Lozada. Su vicepresidente, Carlos Mesa, duró apenas un año y medio, de modo que el período constitucional lo completó el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Eduardo Rodríguez. Este último fue quien le cedió la posta a Morales, que luego se quedaría en el poder por casi 14 años, manipulando la Constitución boliviana y el sistema electoral en el camino.
Estos son solo dos ejemplos, recientes y regionales, de un proceso histórico bastante conocido. Los períodos de alta volatilidad política –sobre todo cuando se combinan con crisis económica e instituciones débiles– producen las condiciones ideales para el surgimiento de autócratas populistas. Con esa perspectiva, si alguien tuviese que apostar qué país de la región podría ser el siguiente en caer bajo un régimen de esa naturaleza, el Perú no sería un mal candidato.
Por supuesto, estas no son leyes de hierro. El surgimiento de Hugo Chávez en Venezuela o el de Nayib Bukele en El Salvador, por ejemplo, no fueron precedidos de una enorme turbulencia política (aunque sí de un marcado desprestigio de la clase política tradicional). De otro lado, sucesivos cambios presidenciales tampoco llevan necesariamente a una salida autoritaria; un desenlace que, por ejemplo, evitó Bolivia a mediados de la década de los 80. Las circunstancias de cada país son siempre únicas. Sin embargo, los patrones suelen rimar.
¿Cómo evitar caer en la trampa una vez que ha comenzado el proceso de deterioro institucional? Dentro de la vorágine política, es muy fácil perderse en la urgencia del día a día y dar respuesta a esta, en vez de medir con atención las minas que, sin querer queriendo, se siembran para el mediano plazo. Los autócratas se alimentan de ese descrédito e inconsistencia. Las recomendaciones varían, pero suelen incluir el fortalecimiento de los partidos políticos, el respeto por las reglas e instituciones vigentes (las “refundaciones” y las pateadas de tablero no llevan a buenos resultados), la voluntad sincera de reforma progresiva y diálogo –no condicionado por la coerción o violencia–, así como el manejo prolijo de una narrativa pública que genere unión y consensos sobre la base de expectativas realistas. ¿Cuántas de estas recomendaciones cumple hoy el Perú? La historia política no predetermina los resultados, pero sí tiene la cortesía de advertirlos.