Imagine por un momento esta escena: el presidente y el ministro del Interior encabezan una ceremonia pública en algún lugar del país. De pronto, la gente le empieza a reclamar al mandatario por la captura de Rodolfo Orellana. No entienden por qué la policía, luego de tantas semanas, no da con su paradero. El volumen del griterío aumenta, los ánimos se enervan. El presidente busca con la mirada al ministro y lo increpa: “¿Hace cuánto tiempo que te he dado esa orden? ¿Por qué no lo agarran?”. El ministro, gorrito y chaleco de rigor, ensaya una sonrisa nerviosa, trata de responder, gesticula, pero el presidente lo interrumpe. Del gentío alguien grita: “¡Y a Martín Belaunde también!”. Por unos segundos, al presidente se le congela la expresión. Luego carraspea y vuelve a la carga: “Esteee... ¿y a ese? ¿Hasta cuándo voy a esperar que lo agarren?”. El ministro musita algunas frases, pero vuelve a ser interrumpido. “¡Quiero que los atrapen ya, si no te mando al Vraem!”, sentencia el presidente.
El principio de autoridad está en crisis en el país hace décadas. Acaso quien más refleje esta grave situación sea el policía, alguna vez un personaje respetado en cualquier barrio, con quien un niño hasta podía sentirse emocionado si le daba la mano o tenía la suerte de tomarse una fotografía con él.
Hoy su imagen es otra: se lo relaciona con la coima, la indisciplina, el robo. Aquellos que aún ejercen el oficio con honestidad y legítimo amor por su institución han quedado opacados por quienes utilizan el uniforme policial para abusar de su cargo o delinquir.
El principio de autoridad hay que ejercerlo, no abusar de él. Hace un par de días, en Andahuaylas, el ministro Daniel Urresti hizo lo segundo. Increpó en público a un jefe policial por una obra inconclusa. Lo carajeó de lo lindo, lo puso en ridículo, dijo que si no cumplía con su orden, iba a mandarlo “al Vraem”, para el delirio de quienes observaban el vejamen en primera fila. Sí, parecía el set de un ‘reality show’.
Su prepotencia no lo libró del ridículo. El culpable del retraso no era el personal de Andahuaylas, ya que por razones administrativas las órdenes debían tomarse en el Cusco. El saberse en un error no lo hizo recular y siguió en lo suyo. Gritando, gesticulando, maltratando.
Se sabe que el ministro Urresti no conoce de formas, que su apodo de ‘Figurresti’ no lo incomoda y que, aunque su sentido del humor es burdo, a veces resulta efectivo (su “tampoco tampoco” a Kenji Fujimori en el Congreso fue demoledor).
El efectismo de su aparente omnipresencia le ha permitido convertirse en el ministro más popular del régimen (40% de aprobación según El Comercio-Ipsos), a pesar de que la inseguridad ciudadana no se detiene y de sus varias veces reseñadas metidas de pata.
Abusar de un subalterno para ganarse algunos aplausos es un recurso vil, así como una muestra de indignidad que resultaría intolerable en un gobierno que dice respetar los derechos de su población.
Pero si Urresti sigue en el cargo, pese a estar procesado por el asesinato del periodista Hugo Bustíos, ¡qué puede significar ‘cuadrar’ en público a un policía! Somos unos ilusos.