Definitivamente, el espacio lo construimos simbólicamente los seres humanos. El volver al campus y verlo lleno de color, vida y movimiento me ha hecho retomar el optimismo frente a la larga temporada de reclusión que hemos vivido y la gran zozobra social que seguimos padeciendo. Si lo vemos desde el prisma de la especie, podemos concluir que no hay virus ni crisis social que detenga la necesidad de transmitir la práctica cultural de una generación a otra; lo que demuestra que somos una especie terca y –esperemos– que aprendemos de nuestros errores.
Regresamos colectivamente a las aulas y hay algo que nos marca a quienes trabajamos en educación. Y es que, en estos últimos tres años, la presencialidad se ha visto profundamente afectada. La relación de nuestra especie con el planeta nos está pasando una factura bastante cara. Primero, una pandemia que reveló nuestra crisis social y cuyo origen estaría en la deforestación, la invasión humana de los bosques y el irrespeto hacia las fronteras alimenticias de humanos y animales. Hoy recibo correos de alumnas y alumnos que todavía no pueden llegar a clases debido a los desbordes de ríos, huaicos y lluvias torrenciales. Ya hace buen tiempo que el planeta nos reclama mayor atención y es hora de incluir a la conciencia ecológica en la educación temprana, pues esta nos ayudaría a comprender con nuevos ojos los desafíos venideros que se entablan; por ejemplo, en la relación entre población y explotación minera , carencia de agua y calidad de pisos agrícolas. Parece mentira que, en general, el cambio climático sea visto como un problema de otros, lejano en el tiempo o de urgencia secundaria en un país que se verá particularmente afectado por este.
Así que volvemos con lecciones aprendidas, pero también con nuevos desafíos. Estamos regresando en medio de una gran convulsión social, con autoridades políticas que no reconocen la diversidad y que se han mostrado, más bien, racistas y prepotentes; además de un ambiente de calle en el que se ha normalizado la violencia contra las mujeres y en donde todavía se culpan a las víctimas por el daño que reciben.
Volvemos, por otro lado, en un momento de nuevas tecnologías. Me inquieta bastante el impacto que tendrán los programas relacionados con la inteligencia artificial en las tareas universitarias, como también me inquieta la dependencia de los estudiantes al ciberespacio. Siento que la educación deberá reforzar el contacto humano, el aprendizaje a través de la experiencia y la observación, la empatía social y el no solo saber, sino también conocer el universo que existe fuera de las pequeñas pantallas que parecen seducirnos tanto y que nos contactan, pero realmente no nos integran.
Volvemos dentro de un país golpeado. Iniciar las clases no nos hace indiferentes al contexto histórico en el que vivimos, donde la violencia nace del abandono, de la falta de diálogo, del racismo y de la exclusión. Nelson Manrique nos propone que, ante la falta de celebraciones que nos deparó el bicentenario, podríamos proponer una nueva fecha de conmemoración que tendría a la batalla de Ayacucho de 1824 como eje, uniéndonos así con gran parte del continente en el festejo de la consecución de la libertad. Y es, a su vez, la mejor oportunidad para promover una educación que nos aleje de una mentalidad colonial, citando nuevamente al profesor Manrique, que parece haber demorado mucho más en cambiar que las estructuras sociales. Una mentalidad que promovió la exclusión a partir del racismo, el machismo, la discriminación y el clasismo. Una mentalidad que nos hace temerosos o agresivos frente al cambio y que parece siempre promover el miedo “al otro” y a la memoria reciente.
Retomamos las clases presenciales y es bonito ver cómo hay cosas que no cambian: el temor, el descubrimiento, el autodescubrimiento, el estar “perdidos”, los desafíos y las ganas. El campus de la PUCP se llena de colores y energía, como estoy seguro de que pasa en todas las universidades del país, en tiempos en que la lucha por una educación de calidad está amenazada por los mismísimos poderes del Estado, pese al camino recorrido y al esfuerzo de alumnos, profesores, personal administrativo, de mantenimiento y de servicios que constituyen en conjunto la vida universitaria peruana.
El primer día de clases, frente a un entusiasta grupo de cachimbos, estábamos discutiendo el concepto de ‘cultura’ cuando nos visitó el rector Carlos Garatea para darles la bienvenida a alumnas y alumnos. Les pidió que nunca pierdan de vista la búsqueda conjunta hacia la felicidad. Me dejó pensando. Yo recordaba mis primeros días universitarios con discursos que hablaban de las exigencias, la responsabilidad y la disciplina, pero es cierto que había descuidado la búsqueda de la felicidad. Tal vez, todo lo que estudiemos, en lo que nos formemos y por lo que luchemos en la vida, sean cosas importantes, pero solo en tanto medios hacia lo más importante. Nuestros logros, nuestra chamba, nuestra carrera, nuestro trabajo, nuestro emprendimiento, todo nos ayuda a sobrevivir, y está bien, pero a veces perdemos de vista el objetivo fundamental que está detrás de esta búsqueda, y es el de ser felices. Y, como vemos, la felicidad es algo que se crea y se comparte con todas y todos.